rosario

Martes, 19 de septiembre de 2006

CONTRATAPA

Agua de río

 Por Miriam Cairo *

Él apaga todas las lámparas. El vaso vacío cae de su mano. Su pie derecho no se distingue del izquierdo pero llega a la ventana. Los árboles dejan de ser verdes bajo la luna. La noche es una máscara de la oscuridad.

Bebe de la botella y desnuda su pecho de soldado. Cierra los ojos de combate. Baja la cabeza de la derrota. Revienta el silencio enemigo.

Vuelve a beber de la botella y ahora desnuda su pecho de navegante y pescador. Se pone un abrigo. Apaga las luces y cierra la puerta. Se lanza al océano de la ciudad. A los ríos de la noche.

Primero recorre la calle lentamente, luego llega al bar donde algunos revuelven el corazón y las minutas, mientras otros buscan deshacerse de sí mismos con cualquier líquido o persona que resulte más o menos embriagador.

Él tripula una vez más la nave de sus deseos. Eleva las velas. Asume murmurados temblores sin atarse al mástil de la precaución. Los cantos de la esperanza lo embelesan, lo enloquecen. Pone la carnada en el anzuelo de la ilusión y atrapa el primer pescado que cruza por su trinchera. Los efectos del alcohol y la tristeza opacan las filosas evidencias de la realidad. En manos de la esperanza se figura que el pescado es sirena que lo llevará más allá de los mares.

Aunque la noche es río, él no deja de ser soldado. Confía en que su casco de guerra lo salvará de morir cuando los traumatismos vengan desde adentro. La sirena le mueve sus ojitos de pescado y él olvida que no tiene obligación de perecer. Como buen conscripto, como buen pescador, se miente. Sigue diciendo sirena cuando debiera decir surubí.

Los vasos están llenos de whisky o río. La canción que canta no la

puede inventar. Ella le abre las puertas de su mundo y él se introduce voluntariamente en el freezer. Socializa con las bogas y los sábalos. Los borceguíes se congelan. Mastica pedacitos de hielo seco para pasarla mejor.

La sirena se alisa las escamas y perdura. Está en su salsa. La sangre no corre. No estallan las convicciones. El campo de batalla está pacífico, frío. La surubí no hace burbujas de pez para no arrugar su piquito de sirena. No come lombrices para no engordar. No calla para no llenarse de pensamientos. No lee para no complicarse. Está hecha para no molestar.

Pasa días y noches. Días y noches. Sospecha que jugar ta﷓te﷓ti podría provocarle más vértigo, pero está harto de escuchar el ronroneo de la sospecha que siempre anuncia el golpe de la lucidez. Sin embargo la duda no pierde su maña interrogadora y triunfa. Ahora está acompañado pero ¿ya no está solo? Como respuesta, en su mente se repiten una y otra vez los mismos acontecimientos descamados. El mismo aleteo blanco. La misma escena congelada de una felicidad envuelta en una mortaja de nylon. Pobre sirena. Él busca una razón que haga más conmovedora semejante predisposición al frío y la monotonía. Tal vez ella perdiera sus escamas si fuera poseída por la pasión y los estremecimientos. Tal vez Walt Disney le haya prohibido la fellatio y la masturbación. Internado en una conservadora añora su perdición. Aquella mezcla de Grecia Antigua y Apocalipsis. De Pichincha y El Cairo. De milongas y conciertos de jazz.

No se sabe de dónde, pero la sabiduría llega. Lo busca, le bailotea, le arruga el piquito de manera desenfrenada y la surubí, enferma de celos, reacciona. Compite. Hace todo por conservar al pescador pescado. Al soldado prisionero. Al ciego de luz. Apela a su recurso más osado. Lo besa con su boca de nácar aún a riesgo de estropear su aspecto cool . Saca la lengüita dura y con mirada de surubí perversa se la clava en el esternón. No causa daño ni locura, pero el soldado agradece la voluntad. Entonces le muestra el efecto tornasol de las escamas. Le mueve las aletas laterales. Lo invita a imbricarle el dedo en el orificio de atrás. Se lo sacude un poquito y él, aferrado a los últimos jirones de esperanza, sueña y patalea gozosamente. Ensimismado en su fantasía siente el roce de las algas, las partículas de arena, las botellas de los náufragos, el coral, los arrecifes. Ay, cuando llega al coral se siente rojo, se espasma, se desnivela y golpea con éxtasis el casco contra la pared varias veces, varias veces, y cuando está a punto de alcanzar la ola más alta, otra vez aparece la sabiduría con el piquito arrugado y le murmura al oído "estás en el freezer, ella le tiene miedo al mar". Pero él sigue golpeteando porque está cansado de que nada sea posible. No se da por vencido. La sirena surubí, con su erotismo anoréxico, pierde interés y se distrae con las boyas y los anzuelo. Vomita mentalmente el atracón sexual. Hasta que el pescador revienta su cabeza contra la idea de un faro y despierta.

Diana al amanecer. Recobra la lucidez atrincherada del soldado. Salta de la cama. Recoge el casco, el código Morse, la cantimplora, el cuchillo de monte, la brújula. Sin hacer ruido cierra la puerta del freezer. En la calle, con la mano a modo de visera otea el horizonte. Hace el camino inverso. Va de la realidad a la ilusión. Del congelador a su casa. Fue necesario el solitario lamento del corazón entre los huesos para que él escuchara más que nadie el resonar de sus sueños. Asediado por la necesidad de ardor y de ternura no evita ponerse de pie en el territorio de los llantos. Después del desayuno revisa los hechos acontecidos y se percata de que una vez más ha sido el emisario de su propia desolación. Resumiendo. Nadie está completamente a salvo de sí mismo.

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