CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Aquel verano fue en verdad un poco más distinto que los otros.
Es lo que conversamos muy de vez en cuando muy de vez en cuando nos reunimos alrededor de unas brasas que hacen dorar una carne apetitosa, regada con el consiguiente vino tinto que empuja hacia nuestro interior tamaña exquisitez.
En realidad debo aclarar que no es un tema excluyente, sino que ralea en la maraña de recuerdos, de medias memorias corridas de un hormiguero que empuja hacia la luz del entendimiento que va buscando un aire de agradable bienestar.
Fue en el verano que fue trasegado por la presencia entre tímida y sobradora de esos dos chicos que venían de la ciudad: nos sentimos un poco extraños en nuestro propio terreno por decirlo con el modo metafórico y aun literal.
Eran dos hermanos que venían de la ciudad a pasar las vacaciones a la casa de sus abuelos que justamente vivían a la vuelta de nuestra casa, en pleno barrio El Jazmín. Porque en la casa en que vivió don Clemente Gerlo con su familia, anteriormente vivió un italiano que se llamó Giovanni Di Tomasso y que había plantado jazmines por todo ese gran terreno donde una higuera centenaria resiste al implacable paso del tiempo. Es lo que siempre oí de mis mayores, porque yo en cuerpo presente a este señor tan dispendioso con los olores agradables y el blanco de un blanco impoluto no lo conocí y no sólo eso ni siquiera vi una foto miserable nunca puesta ante mis ojos.
El Barrio el Jazmín se hizo famoso por otras razones que nada tienen que ver con la floricultura y la cuento aquí. Cuando el famoso Cholo Belluschi puso sobre sus hombros la difícil tarea de armar los grupos de fútbol infantil por el barrio, se le vino a la mente reflotar los albos jazmines de don Di Tomasso y tal el nombre que inventó sin consultar con nadie. Roberto Escudero eligió los colores blanco y rojo, tal la camiseta. Pero los pibes del barrio comenzaron a alzarse con todas las copas de todos los campeonatos del pueblo y aún del vecino. Esto produjo envidias y recelos y un aura de energía vital para los que vivimos en sus calles más bien alejadas y escondidas entre plátanos, paraísos y fresnos y casuarinas, que hacen al mito de origen del barrio, humilde de por sí.
La anécdota a rescatar o el motivo de estas palabras desmañadas es que estos chicos de la ciudad, silenciosos y atildados eran excelentes jugadores en el manejo de la pelota y en los picados y partiditos nos hacían morder el polvo a todos. No con mucha torpeza tratábamos de frenarlos, pero no queríamos quebrarles alguna pierna, de ningún modo. En los córneres tratábamos de encimarlos, al irlos a marcar les dejábamos una cepilladita suave o una zancadilla, pero nada. Inútil, siempre nos sorteaban con elegancia y por más que hiciéramos para fastidiarles nunca lo lográbamos.
Hasta que a uno de nosotros se le ocurrió una idea, para darles una lección. Desafiamos al equipo del Barrio de las Ranas, que tenía un 2 golpeador por furor y alegría. Y allá fuimos nosotros con los dos pibes de refuerzo. Ellos ignorando la pequeña trampa que en verdad no era sino una venganza un poco cobarde.
El partido se planteó desmañado desde el principio y ellos, elegantes, duchos, esperaban los guadañazos del zaguero y los saltaban. Todo iba bien y ganábamos uno a cero, con ellos como compañeros era un paseo.
Hasta que aquel energúmeno alto, grandote y bastante malintencionado se dio cuenta que iba perdiendo respeto y prestigio y su fama de pesado se diluía. Y actuó: a uno le pegó de atrás con mala leche y al otro le dio un cabezazo en el pecho. Los sacó, digamos, de circulación.
Se suspendió el partido, perdimos los puntos y al bruto lo suspendieron para siempre. No jugó más en los equipos del pueblo. Salvo algún picadito inocente.
Terminó el verano, los pájaros se iban volando hacia el ocaso, las garzas y los flamencos volvían a sus lagunas. Un poco de tristeza se aposentaba en nosotros, porque se aproximaba el tiempo de las clases, de las órdenes, de la pelota que se debía dejar por los deberes.
De los dos chicos nunca más se supo, sus abuelos se fueron de este mundo, por lo tanto ellos también fueron olvidados y somos muy pocos los que nos acordamos de esos pibes rubios y de buenos modales.
Fue todo muy breve.
Como una breve brizna de una gramillita que el viento tira bajo una alcantarilla seca.
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