CONTRATAPA
› Por Pablo Bilsky
La cosa se disparó a partir de una publicidad, bueno, eso es lo que recuerdo, la cosa empezó mientras estaba viendo una publicidad en la tele, una publicidad de un alfajor dietético. Un alfajor sin harina, sin chocolate, sin azúcar, sin dulce de leche, como un fantasma de alfajor sería, un holograma ¿no? Algo así. Lo cierto es que en la publicidad calculaban, ofrecían números, cifras, tablas. Todo eso junto a imágenes de cuerpos largos como juncos, cuerpos transparentes, cada músculo al sol, cada fibra de cada músculo bien visible, como para una clase de anatomía. Y te explicaban que si te comés un alfajor de verdad, para quemar las calorías que te aporta, tenés que correr una hora. Correr. No trotar. Ni caminar. Correr. Una hora. Si querés caminar, bueno, pero hasta Buenos Aires, con gamulán. O sea, la fórmula es: engullís un vil Tatín, cazás el gamulán y derechito para capital, a ritmo sostenido. Esa publicidad y sus tablas de calorías fueron el comienzo de mi calvario.
Así empezó el acoso. Así se fueron arrimando las imágenes. No sé cómo llamarlas, las fantasías. Sí, como perros de sulky, doctor, como dice el libro de Zizek El acoso de las fantasías. Cada vez peor. Cada alimento, cada bebida se convertía en una escala numérica. Como una película que se proyectaba ante mí, de golpe, ante la presencia de la comida. Una película que duraba horas y horas y solo mostraba cifras, valores de referencia, tablas, colesteroles de todo tipo y tamaño.
Colesterol 320 mg/dl y en suba. HDL colesterol, alias El bueno, 32 y en baja. Indice de riesgo 7,38, en suba. Triglicéridos 267 mg/dl, desbocado, como un pingo indomable que ni Don Segundo Sombra podría amansar.
Y después de tantos números me atacaban las imágenes. Los fantasmas. Así les decía mi analista. No, el psicoanálisis no funcionó. Hurgamos en mi historia y en la de mi familia durante años. Hurgamos sin piedad. Mi familia completa. Las miserias de tres generaciones chorrearon sobre ese diván. Por eso recurro a usted, para ver si la medicación puede más que el denso fluir de bosta. No puedo seguir así. No lo soporto más. Me fui aislando. Perdí amistades de años. Me alejé de mi familia.
El colmo fue el brote que tuve durante un asado con amigos. Arrancamos con Fernet con Coca y picada. Los salamines, como todos sabemos, producen colesterol, además de cáncer, gota, escorbuto, tos convulsa y artrosis deformante. Cada rodajita de salamín equivale a cinco puntos de colesterol, y el Fernet hace que la grasa se adhiera a las arterias para siempre, que se solidifique. El alcohol lo potencia todo. Para eliminar las calorías que te aporta un vaso mediano de Fernet con Coca hay que aguantarse un round de boxeo con un campeón semipesado.
Después del primer trago me imaginé peleando con el campeón del mundo de esa categoría. Un ruso, Sergey Kovalev. Me paré, hice un par de movimientos y los muchachos se mataron de risa. Pero el ruso me noqueó sin problemas. Caí, muy dolorido, y perdí el conocimiento.
Cuando lograron reanimarme, lo que primero vi fue la bandeja con achuras. Tuve un brote. Grave. Me convertí en un peregrino de la Edad Media en el camino de Santiago. Caminé, recé, caminé, recé, caminé hacia Santiago de Compostela. Unos veinte kilómetros por día. Las ampollas llegaron a ser más grandes que lo propios dedos de los pies. Eran como dedos suplementarios. Mis pies parecían los de un monstruo. En realidad, se habían convertido en chinchulines y tripa gorda.
Ahí se asustaron los muchachos y se dejaron de joder. Dicen que di vueltas por el patio diciendo cosas raras. Se mataron de risa a mi costa un buen rato. Hice de bufón para glotones por unas horas, hasta que les entró miedo. Me tiraron agua en la cara, llamaron al servicio de emergencias.
Tiempo después, en casa de mi mamá, ante una milanesa, al horno encima, me convertí en budista tibetano. Caminé. Corrí a través de estepas, valles, montañas. Recité mantras, y el Canon Pali, el Tripitaka. Llegué al fin al templo de Jokhang, en Lhasa. Mi mamá gritaba. Los de la emergencia me inyectaron un calmante. Les pregunté cuántas calorías tenía.
No es vida, doctor. Mordí un Fantoche y vi el Apocalipsis, enterito, en Full HD. Sí, hay que estar, eh. Me fumé cada detalle de cada perverso delirio del Apokaleta de Patmos. Toda esa mierda por un Fantoche. El cuarto sello, el caballo amarillo, "y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía", etcétera, etcétera, y el quinto sello, y vi bajo el altar las almas de los que habían sido muertos por causa de la palabra de Dios y por el testimonio que tenían, y así, con cada sello una imagen, las vestiduras blancas, el gran terremoto, el sol negro como tela de cilicio, la luna como sangre, por un Fantoche, no es vida.
Colesterol 341 mg/dl y en suba. HDL 26 y en baja. Indice de riesgo 9,63 en suba, al borde del abismo. Triglicéridos, lapidarios 322 mg/dl.
El analista decía que todos esos fantasmas representaban deseos inconfesables reprimidos, tabúes. Pero no. Yo me quería manducar una milanesa sin tener que lidiar con monstruos ni cataclismos. ¿Se entiende la diferencia entre una simple suprema y el incesto?
Después empecé a frecuentar las dietéticas. Son un camino de ida, doctor. Tugurios, antros del vicio y la degradación. Empecé a comer tofu, alfalfa, amaranto, regaliz, bolsa de pastor, y solo tomaba agua de azahar.
Pero los fantasmas igual aparecían. Fue peor incluso. La Divina comedia de Dante se me instaló en la cabeza. No las imágenes. Recitada. En español. En la traducción de Bartolomé Mitre. Día y noche. Y el analista se mataba de risa. "Si seguís desarrollando esa paranoia te vas a volver yanqui", me dijo una vez el muy hijo de puta.
Y al otro día me tocan timbre. Se presenta un empleado de la Embajada yanqui. Me entrega la Green Card, y me dice que ya está en trámite mi ciudadanía. Ahí dejé el psicoanálisis. Pero veo que a usted también le hace gracia mi relato, doctor. Aquí me tiene, residente yanqui, encerrado, comiendo tofu, con la voz de Bartolomé Mitre recitándome la Divina comedia dentro del marulo todo el día. ¿Eso es vida?
Desde hace cuatro días empecé a ayunar. Ni comida ni bebida. Nada. Fue peor. Me pasó la gran Gregorio Samsa, sí el personaje de Kafka. Y así fue. Un día me desperté convertido en Bartolomé Mitre. Igualito. Con su melenita. Y aquí me ve.
No hay manera. Aunque me corte el pelo. Aunque me vista moderno. Soy Mitre. Soy cada vez más Mitre, el falsario, el asesino, el que nunca ganó una batalla. Soy Mitre. Por querer comerme un bife soy Mitre. ¿Le parece gracioso? OK. Le paso el recetario de la obra social. ¿Pero qué está poniendo? ¿Qué escribe, hijo de puta? ¿Qué nombre pone? ¿Bartolomé qué? Bartolomé tu puta madre. Hacé bien la receta, hijo de puta.
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