Jue 07.04.2016
rosario

CONTRATAPA

Maternidad Intratable XVII

› Por Luisina Bourband

El avión respira como si fuese un toro a punto de salir al ruedo. Ha dado un giro sobre sus ruedas y se encamina a la pista de despegue. Tomo de la mano a León, siempre lo hago cuando estamos a punto de volar. Flaca Escopeta no se queda atrás y nos apoya su manito sobre el nudo de las nuestras. El despegue es algo que me emociona, vaya donde vaya. Retorno al momento inaugural en que, muy joven, puse un océano de distancia, con ansias de extranjeridad. Escucho los gritos desaforados de Benjamín. Son de una alegría inmensa. Levanta las manos lleno de un entusiasmo transparente. Giro la cara contra la ventana para que no me vean lagrimear, porque hay cosas que no se explican. El avión trepa, los mellis acusan la presión en su cuerpo, y se duermen. Los demás disfrutamos del "refrigerio", comemos y tomamos todo lo que nos dan. Leo la revista que promete viajes y felicidad, homologando todos los lugares del mundo. Por las dudas dejo afuera la bolsita de vomitar. El vaho de humedad nos recibe en la salida del aeropuerto. Mi mochila chorrea leche. Le dije a León mientras nos acomodábamos en los asientos: "Guardá todas las mochilas en vertical." Dice que no le dije, le digo que no me escuchó. Sufro por mi computadora, y por el libro que me prestó Rosana, de Silvia Molloy. Está empapado. Segundo percance. Benjamín ya había perdido la funda de la tablet, en el transfer. Pienso que es un enigma cuántas cosas perderemos esta vez, y cuánto nos terminará costando verdaderamente este viaje, sumando los percances, condición de todas las familias grandes cuando están de viaje.

Nos recibe un remisero amigable, con acento misionero, entre muchos otros que esperan pasajeros, con sus carteles. Subimos cochecitos, valijas, bolsos y bolsitos, mientras controlamos que ninguno de los chicos se nos pierda de vista. La vegetación es imponente. Me da la impresión de que aquí los humanos viven de prestado, pidiendo permiso a la naturaleza. Me doy cuenta de mi inocencia cuando comienzan a hablar de la depredación de los desmontes y el acorralamiento de los aborígenes. Vamos por una ruta perfecta apoyada en una lengua de tierra roja. Benjamín saca la tablet. Le digo que mire, que recién llegamos. Lo hace obligado. Me abstengo de compararle mi austera infancia con la suya, llena de facilidades. Tengo expectativas de cómo será el lugar que alquilé, viendo fotos por internet, tomadas con gran angular. Nos recibe un señor sonriente con rasgos indígenas. Le digo: "¿Usted es Amaro?", "Si, soy Víctor". Me voy a quedar todo el viaje con la duda. El lugar está impecable, nuevo, aunque pequeño. Lo que le falta en metros cuadrados interiores, lo tiene en el verde que lo rodea. Hay aire acondicionado, pero sólo en la habitación matrimonial. Sopesando el calor ambiente, veo que será improbable poder cerrar la puerta a los demás espacios, lo que quiere decir: cero intimidad.

Reconocemos el terreno. Comenzamos con las rectificaciones iniciales: cantidad de toallas, falta de un juego de sábanas, emplazamiento del super más cercano, uso de los controles remotos. Saco las cosas mojadas de la mochila, y acomodo todas las otras cosas de todos los otros bolsos. Hago el mate. Para eso debo poner los chicos a ver televisión, porque el padre de las criaturas salió a por agua mineral. La imagen se ve con lluvia. Avisamos. Al rato viene Amaro, o Víctor, muy parsimonioso, dice que mañana lo arregla. Entro en pánico. León le explica con mucha suavidad que los chicos no se duermen sin los dibujitos. No es verdad, los que necesitamos la tele para no morir, somos nosotros. También dice que luego vuelve con las cosas que faltan. Me acuerdo del "ahorita" de los mejicanos que te deja como suspendido. Es evidente que tiene otro concepto del tiempo, que no es rosarino, ni de padres desesperados.

Es casi de noche, pero nos metemos en la pileta, y parece que el día vuelve a empezar.

Al levantarnos, Amaro, o Víctor, hace un arreglo provisorio-para-siempre, poniendo un cable que cruza la puerta, la cual no podremos volver a cerrar. El servicio meteorológico me martirizó la última semana diciendo que hoy iba a llover. Pero el sol raja la tierra. Treinta y cinco grados a la sombra. Emprendemos la travesía después de comprar el gorro más caro del mundo, que nunca más voy a usar, porque algo me tenía que olvidar, aparte de la planchita del pelo, y el perfume. Benjamín se dedica a leer el mapa, graba videos y explica como un explorador profesional. Caminamos como nunca, arrastrando peso, sudando. Esto es más que la media hora de cardio que hago por Youtube mientras los chicos están en el jardín. El tren resulta una aventura. Es lo más cerca que estaremos de la selva. Las mariposas se posan en nuestras extremidades. Miro la carita extasiada de Gordo Bomba, y Flaca Escopeta que reclama su mariposa, como si la naturaleza le debiera justicia distributiva.

En las pasarelas, muy concurridas, escucho un poco de cada idioma y asisto a los más variados tipos de vestimenta. Hasta unas orientales con trajes de apicultor, para evitar el contagio, del Dengue, del Zika, de la vida. Todo el mundo les saca fotos. Ellas ni se pasman y sacan fotos con cámaras mejores que las nuestras. Hay coatíes, monos, tortugas, peces, pero ni un mosquito.

Este paseo no me conmueve tanto, pienso que muy lindo, pero para venir una sola vez. Parece que no llega nunca, pero de a poco nos acercamos. Se anuncia con un bramido imparable. El vapor que se avizora es nuestro horizonte. Benjamín graba el video y grita celebrando, demasiada emoción para vivirlo en directo. Los mellis se contagian de nuestro entusiasmo, pero no les convence tanto la lluvia nebulosa. La garganta es de una enormidad pasmosa, si te traga ni siquiera se inmuta. Su potencia apabullante me vibra en el cuerpo. Grito, no se escucha, quizás todos gritamos. Entre fotos y gente enfebrecida, lo busco a Benjamín. Les saco una foto, dice León. Le digo a mi hijo: ¿"Viste que llegamos?". Cuando pronuncio eso, la emoción me embarga. Me brotan las lágrimas. Cómo explicarle a mis amigas sin hijos que la maternidad te permite realizarte mientras le cumplís el deseo a otro. Que es como un viaje a lo desconocido donde encontrás lo más propio que habías olvidado. Lo abrazo fuerte. Miro las cataratas, como lo que no se explica.

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