Lunes, 11 de abril de 2016 | Hoy
Por Jorge Isaías
En el otoño lluvioso, destemplado, no exento de impiedad, leo:
"Afuera -si es que había afuera- aprovechando la luz de la luna, una luna tan nueva que devoraba cuanto borde encontraba en su camino". Esto escribió el entrerriano universal Arnaldo Calveyra.
Qué pasaba, pienso, en aquel tiempo en que toda luna era nueva y ponía su plata inmensa sobre los campos donde la escarcha enseñoreaba rastrojos interminables y zanjones solitarios y postes tendidos a lo largo con una sola lechuza solitaria que levantaba sus alas largas y heladas e interfería el silencio al grito seco, duro como un látigo en el aire, que mi madre intentaba conjurar con la señal de la cruz y un "dios santo" echado al aire hierático como si fuera una paloma de duro acero que se atreve a enfrentar ese presunto mal agüero al que toda gente de campo teme.
En esas madrugadas las calles estaban solitarias, si apenas un perro somnoliento nos veía, apenas aullaba sin aliento, casi como un compromiso más con su raza que impelido por instinto. El frío que la luz de plata lunar extendía sobre el pueblo dormido y muerto como una piedra, el campo alargado con sus dos vías paralelas que tira antenas de araña descubierta. Yo caminaba con mis padres en esos amaneceres que eran más noches todavía, que alba sin clarear.
En otras ocasiones, el viaje no era a pie sino en algún sulky prestado y traqueteante, cuyas ruedas cubiertas de hierro golpeaban sobre la calle de dura tierra apisonada. Ya habíamos pasado la casa Norte, donde mi amigo Roque Vázquez dormiría arropado en la casita junto al canal donde los sapos croaban incesantes, desafinados y a entero destiempo bajo el plato helado que se colgaba en el cielo inmenso como clavado y sin chistar.
Afuera, si es que había afuera, escribe Calveyra donde "te pones esa pollera de medianoche". Como aquella mujer alta con su carne morena, sus trenzas azabache y sus ojos impenetrablemente oscuros, que estaba bajo los paraísos de la noche en la vereda de su casa, frente a la pequeña placita donde corrimos aquel perrito que huía embarrado bajo la lluvia. Esa mujer misteriosa a quien pedíamos permiso para que su hijo nos acompañara a jugar, porque era nuestro amigo. ¿Qué misterios escrutaría en las sombras perdidas de aquellas noches de verano que se fueron para siempre?
Pero era definitivamente el afuera o con luna que tiraba su plata helada sobre nosotros, el afuera del verano cuando la luna rebotaba en la hilera de pinos que tenía la cancha de pelota a paleta. En aquellos tiempos que se tragó no sólo el olvido de los años niños sino esta prepotencia que sólo nos deja una hilacha sola para arrimarnos una brizna solitaria, qué digo, una breve luciérnaga instantánea para que quedemos en ese afuera para siempre.
Desde el fondo de los tiempos cuando ya nadie se recuerda y la anécdota va cambiando el lugar en la cabeza olvidadiza que no ensombrece la memoria agotada por años y tormentas.
Llegar al amanecer a esas chacras solitarias y dormidas como una perdiz echada, era llegar escoltados de rocío, recibidos por los perros que cambiaban el gruñido por la fiesta de caricias. Ellos también recibían esa luna de plata en sus pelajes, en sus hocicos húmedos donde el vapor caliente lo rodeaba, en la cocina ya encendida. Esa gran cocina de hierro fundido que habían comprado los abuelos hacía mucho y que tanto puchero o guiso cocinó para un par de generaciones dando vueltas por la vida.
Y uno piensa y repiensa la frase del gran Arnaldo Calveyra, entrerriano y poeta fino, hombre de talento generoso, de gesto amplio y abrazo apretado como un puñado de trigo.
Es decir, si en verdad había afuera, era todo cálido, aunque la helada y la plata lunar y el aire frío y el rocío que nos sigue como un perro y cae sobre nuestros hombros como la ristra de años que perdimos para siempre.
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