CONTRATAPA › FOTOGRAFIANDO LA ZONA.
› Por Adrián Abonizio
En el bar esquinado y ruinoso, pero con aire de nobleza decadente, el tipo pronosticaba futuros, augurios, resultados deportivos y políticos. Además, había hecho del lugar su cueva: sólo le restaba dormir, cosa que fue logrando dado que el dueño, un gallego de corazón fácil y practicidad resultado de la guerra, lo fue dejando quedarse a echarse en un camastro, cerca de la cocina. Le cuidaba el lugar y a cambio recibía el desayuno largo y la cena. El mago lo llamaba de vez en cuando al notarlo poco atareado y le explicaba. "Monoaural es una palabra de resonancias arcangélicas". O "La luna es el octavo continente, una costilla desprendida de la Tierra". El gallego, bandeja en mano, lo escuchaba como a un Dalai o un jefe druida, y luego se iba a sus labores. Extraña relación entre maestro y aprendiz, entre dos tipos de edad mayor y respetuoso enigma de no preguntarse nunca de donde venían, qué buscaban en la vida y qué necesitaban. Eso es la más excelsa cúspide de la amistad: presentir, nunca exigir, ni escarbar.
Ringo Bonavena y Hector Galíndez eran amigos incondicionales, unidos por el sudor, la noche y el boxeo. La sangre que hermana los unió definitivamente aquella noche del 22 de mayo de 1976 en que Galíndez defendió el título mundial tras un tremendo cabezazo de su rival, Richie Kates, en el tercer round y que lo obligara a pelear envuelto en su plasma, manchando la camisa del árbitro -que hoy se exhibe morbosamente en un museo de Sudáfrica- y hasta el mismo lente de la cámara, y el pudor de los televidentes. Faltando diez segundos noqueó al adversario. Nadie le dijo que, en medio de la batalla aquella, su amigo Ringo era asesinado en Nevada por la bala de un matón. Un filosofante comentarista de radio se explayó con tristeza, luego, empezando con que "la sangre a los amigos ha juntado esta noche".
El primer linyera que conocí de cerca -a pesar del olor que destilaba- fue Figueredo, quien vivía bajo los aleros para evitar las lluvia y los solazos. Los seguían tres o cuatro perros cimarrones y era muy querido por el barrio. Puntualmente le hacían llegar ropa y comida, y de algún modo reinaba sin hablar casi, con su semisonrisa desdentada y alguna que otra filosofía que dejaba caer cuando alguno lo escuchaba. Pero lo mejor vino una noche de invierno en que volvíamos del campito. Figueredo, el recio árbol flaco, sobreviviente de temporales y caminos destemplados, dormía plácidamente en el ancho umbral de la ferretería... !abrazado a una muñeca de peluche!
En la casa grande vivían el matrimonio Felici con su hijita de diez años. Cuando se mataron en la ruta, el hermano del difunto vino a vivir a la vivienda, siendo el único pariente que quedaba. Ella fue creciendo silenciosa y su belleza de piel oscura, aindiada y con trenzas se fueron tomando espectaculares. El tío un día advirtió aquello y sacó cuentas: su sobrina ya contaba con dieciseis años. Pensó y repensó la situación, la espió en la ducha y mientras dormía en su pieza. Estaba decidido a hacerla suya, pero algo, una simiente astral cayó en la casa. Ella, advertida quizás por un sexto sentido, se empezó a afear a propósito, a hedir mal, a susurrar que le atraían las mujeres. Al fin, el tío se cansó y dejó de mirarla con ojos de lobo. "Seamos amigos", una noche dijo mientras cenaban. Y así fue que la filosofía de la máscara, la ficción falsificó una amistad parental y salvó de la humillación a una señorita, quien dos años después observó como su tío abandonaba la casona esposado por un robo desprolijo que cometiera. La pensión de sus padres se constituyó en su economía de guerra.
Se separaron tras muchos años de matrimonio. El dejó la casa y se fue a vivir en los fondos de una remisería, donde atendía los teléfonos. Ella, al tiempo se aquerenció con otro señor. Aquello le pareció al dueño legal de la propiedad, el marido expulsado, una señal de que debía echar al intruso. Parlamentaron y acordaron que él se mudara con ellos, viviendo, vaya paradoja en la piecita lateral trasera que daba la espalda contra la remisería. Se hicieron amigos del fulano nuevo novio de su ex y hasta empezaron a salir juntos a tomar algo. Más tarde, ya con las heridas cerradas, invitaron a la dama. Era común verlos a los tres. El ex al volante, adelante el nuevo y ella atrás, muy orondos y bien vestidos un sábado a la noche a pasear al centro. Una amistad exótica si las hay pero entretenida, al menos para el barrio que todo lo sabía, todo lo suponía sin entender que significaba aquello. "Amistad -deslizó el ex mientras atendía un viaje-. Sólo eso. Tiene muchas formas, declaró filosóficamente.
Se conocieron en el hospital donde él ejercía como médico sanitarista. Ella ya bordeaba los ochenta; él, los treinta y cinco. Se confiaron sus mutuas querencias, sus desaciertos, sus humillaciones y sus esperanzas. Los logros y las muertes. Los encuentros y las pérdidas. Ella sacaba turno semanalmente y él esperaba la cita como a la madre que ya no tenía: para ella él era su hijo. Ambos lloraron abrazados cuando ella se tuvo que ir a San Luis a vivir obligada por la ausencia de salud. Al tiempo a él le salió un puesto en esa provincia, en una zona estéril con aposento en las nubes y caminos de arcilla. Su esposa se preguntó cómo es que estaba tan contento como para aceptar. A regañadientes ella dijo que sí. En el camino de ida el estaba tan dichoso de reencontrarse con su paciente-mamá que hasta llegó a pensar que la vida era una cosa extraña y bella. Nunca le comentó a la esposa. "Es para no ponerla celosa", se sorprendió de encontrarse pensando tamaño dislate. Conocía el alma humana, por eso no enturbiaba su espejo de agua.
Trabajan en la policía, se conocen hace dos años y si bien no hubo entre ellos amorío alguno, es indudable que se atraen pero ambos son precavidos y saben que aquello arruinaría los planes secretos que permanecen en sus almas por debajo de las gorras y el uniforme. Permanecer unidos, no contarse infidencias, confiar y nunca enredarse en una cama. Además, ambos lo saben, deben mantener el secreto de los dos crímenes que han cometido por fuera de la Fuerza y que se sostiene merced a que ostensible, claramente, no han dormido juntos y ese vínculo, sangriento y silencioso, los absuelve de contagiarse algo que no deben saber ni decir ni proclamar. Por eso ni deben tocarse. Una pareja no puede armarse bajo estos terribles conjuros. Son asesinos pero inteligentes.
Luis y Lily Sullos, hermanos que huyendo de la guerra llegarían a Argentina en el cuarenta y ocho. Ninguno se casó, ni formó pareja y juntos vivieron en la misma casa. El 14 de diciembre Luis, inventor de oficio, con un arma hecha por sus manos, le disparó en la cabeza a su hermana, afectada de una dolencia terminal, para luego quitarse él mismo la vida con la misma arma. Ella, exótica astróloga, había hablado de que se encontraba mal de aspecto y que sus días terminarían de la peor manera. Los diarios de aquellos días titularon aquello de "El pacto suicida desnuda la simbiosis enferma de lazos de sangre y amistad muy extrañas".
Hay gente que establece con animales un grado de amistad conmovedoras: leones que se entregan a un humano como gatitos; elefantes que acarician a sus amos con las trompas y hamsters que son paseados con correas por sus dueños. Hay matrimonios unidos por un lazo invisible que visto de afuera, parecería que ciñe y ejerze el papel de collar de ahorque, pero nunca se sabe donde empieza la libertad o el vínculo. "Y es mejor no saberlo", filosofa el kiosquero, recientemente viudo tras treinta y cinco años de convivencia con su novio, Don Eduardo. "Lo bueno es que gracias a esta ley de Cristina me pudo dejar la casa que era de los dos y tengo dónde vivir y dónde caerme muerto", culmina reflexivo mirando el verano que abate tormentas y pajaritos en el aire.
Se hicieron amigos. Uno era grandote, protector y eficiente, el otro, un despojo casi, pero imaginativo y precoz en la ingeniería de las palabras y la malicia. El primero defendió en más de una vez al segundo, quien le pagaba con chistes oportunos y fidelidad canina. Con el tiempo el grandote empezó a declinar y el chiquito a aumentar su confianza. Olvidado de todo, se desgració una noche en dineros, amores y salud. Necesitaba traicionar para "ser alguien" como en las novelas de Arlt. El grandote, que nada sabía de literatura pero entendía de lo humano, supo enseguida que el roedor que había tenido por amigo no era ni más ni menos que una advertencia, una enseñanza sobre la condición humana y secretamente agradeció el gesto desleal. "Es un juego la vida", se dijo. Y se dedicó a olvidar rápidamente. El pequeño aún siente una puñalada en la boca del estómago cuando recuerda el hecho de que lo perdonaran como si nada, como si él no importara.
El mide un metro sesenta y cinco y pesa ya cerca de ciento diez kilos. Está barbado y se asemeja a un ombú frondoso. La ropa que usa es otra, la dimensión de todo su cuerpo se infló. Por ello, como si fuese un museo, se pasea por la casa con las ropas de cuando pesaba cuarenta kilos menos y suele acariciar el genero con ternura "El tipo que se vestía con esto -se dice-, era un gran amigo mío. Pero ya va a volver, se consuela y se esperanza". Filosofía pura, amistad consigo mismo para recobrar quien uno fue y por alguna razón se fue olvidando.
Mira a los funcionarios que defienden toda esta artillería de tóxico que cae sobre la población con menores recursos o la que aún mantiene algo pero que lo va perdiendo con las medidas cruentas y el paso del almanaque. Reflexiona el tipo en ese cafetín de tango: "No se si son sanguinarios, imbéciles, crueles o indolentes". "Son todo eso junto, mi amigo", le retruca su conciencia. En todo caso concluye que ignoran la bomba que tienen en sus manos porque nunca han sentido escozor en el estómago por falta de alimentos o buscado un trabajo con desesperación. Extrañamente, se sonríe: "No saben donde se están metiendo". Y mira la calle que se ha tornado una boca de lobo. La misma boca oscura que se los habrá de tragar cuando llegue el momento, concluye mientras oye el tango María.
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