Jue 26.05.2016
rosario

CONTRATAPA

La sentencia

› Por María Angélica Scotti

En los confines de la aldea de San Piccolino había una sencilla granja atendida por los jóvenes Lorenzo y Gina, dos recién casados que eran, o parecían, muy felices, a más de laboriosos. Y, presumiblemente por eso, a ella, la dulce Gina, se la oía cantar todas las mañanas cuando daba de comer a los conejillos y a los lechones.

A corta distancia, se erguía un castillo de airosa torre, tan encumbrada que desde ella podía avistarse el mar lejano. Allí habitaba Saverio, un ricohombre ya maduro, que dejaba transcurrir sus días apartado del mundo, sin mujer ni servidumbre, y que, fatigado del oficio de vivir, tan sólo aguardaba el convite de la muerte.

Una mañana en que atalayaba la campiña desde su almenada terraza, Saverio oyó, sorprendido, no el apacible cantar de la bella Gina sino unos gemidos estremecedores. De inmediato atisbó hacia el patio de sus vecinos y vio que Lorenzo yacía lívido y ensangrentado a los pies del molino, mientras ella repetía con desesperación "Mi amor no te vayas, mi vida no me dejes". Saverio corrió a socorrerlo y comprobó que la traidora muerte estaba instalada en los ojos y en los miembros exánimes del infeliz Lorenzo. Apaciguó a la inconsolable viuda y prometió dar aviso a las comadres del pueblo.

Saverio, sin demora, trepó hasta la cúspide de su altanero torreón y, valiéndose de su cayado de roble, batió las puertas de la bóveda celestial.

"¿Qué buscas?", lo increpó un vozarrón áspero, al par que desplegaba la escalerilla de acceso.

"Quiero hablar con el Señor", replicó Saverio asomándose por la abertura.

"Allá lo tienes, recorriendo sus heredades. Empina la voz para que él pueda escucharte", gruñó otra vez el guardián del portal.

"¡Señor! -gritó Saverio con vehemencia- ¡Te has llevado a un inocente campesino que aún no merece la muerte! -Saverio creyó sentir la mirada insondable que se posaba sobre él-. Señor, ya que todo lo puedes, te pido que devuelvas la vida a ese joven, y vendré yo en su lugar, que no la necesito y nada espero".

El Altísimo Dios pareció cavilar y al fin exclamó con una voz que emergía de extraños abismos: "Pero tú no estás viejo ni andas doliente más que de melancolía, lo cual no es un mal mortífero. Tu cuerpo se encuentra sano, tu cabeza entera. Además, no concedemos la gracia del reposo a los fatigados caminantes sino más bien a los que se regocijan en exceso con la vida como si se sintieran inmortales".

"Señor, no estoy enfermo, es verdad, pero puedo despeñarme desde lo alto de mi alta torre, o puedo naufragar con mi barca en el mar, o ser mordido en el bosque por una alimaña ponzoñosa".

"Regresa a tu casa. Consideraremos tu pedido. Y no vuelvas a importunar con reclamos antes de que se te llame".

Pasaron los días. El cuerpo descuajado de Lorenzo fue conducido al camposanto por una taciturna caravana. Saverio, mientras aguardaba impaciente la sentencia celestial, se empeñó en arrimar algún consuelo a la atribulada viuda: le llevaba nísperos, frambuesas, guindas, avellanas, los abundantes frutos de su quinta, y le confiaba con velada voz que lo acontecido se remediaría, que no era más que una injusta confusión.

Pasaron los meses. Gina, en el remanso de los atardeceres, no cesaba de gemir y suspirar su desdicha. Saverio, encaramado en su torre, lanzaba hacia lo alto insistentes plegarias para no dejar resquicio al olvido. Por las mañanas, visitaba a la joven viuda y le acercaba, junto con sus prometedores augurios, racimos de uvas, ramilletes de amapolas, manojos de lavanda y azahares, que ella siempre agradecía con tristeza.

Pasaron dos años. Saverio continuaba, como antes, agasajando a su bella vecina, pero sus palabras de consuelo se habían convertido poco a poco en requerimientos del corazón. Cada vez que le tendía algún presente, rozaba con sutileza la punta de los dedos de Gina, y ella le devolvía una mirada de pálido afecto.

Pasó un año más, y Saverio, olvidado de su estéril melancolía y, también, de la dilatada intercesión celestial, ya se atrevía a aferrar las manos de la dulce Gina y a confesar su fervoroso amor.

Al fin, una mañana de verano, bajo un cielo preñado de nubarrones, marcharon de bracete a la iglesia, escoltados por un jubiloso cortejo de pueblerinos que celebraban al son de violines y panderetas. Concluida la boda, y tras el repique de campanas, se desató una lluvia torrencial. Saverio, sin amilanarse, salió del templo en procura de un carruaje, y en ese instante el cielo vibró y disparó sobre la tierra una andanada de truenos y relámpagos. Saverio, embestido por un rayo, se derrumbó exangüe.

Cuando las puertas de la bóveda celeste se abrieron para acogerlo, Saverio, con su último suspiro de muerte, clamó: "Señor, otra vez has dejado a Gina sin marido y sin disfrute de amor".

"¡Hombre -replicó el Dios Tonante-, nunca estás conforme!... El Tribunal de los Justos, al cabo de largas deliberaciones, ha considerado tu ofrecimiento y ha sentenciado a tu favor. De inmediato retornará a la vida el inocente Lorenzo, junto a su viuda ya no más viuda, tal como tú pretendías. ¿No era éste, pues, tu deseo y tu demanda?"

Saverio abatió la cabeza abrumado por esa todopoderosa voz, que resonaba implacable, despiadadamente.

"¿O acaso tan veleidosos y frágiles son los pensamientos y el corazón en los hombres de tu mundo...?"

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