Miércoles, 1 de junio de 2016 | Hoy
Por Jorge Isaías
Los días de lluvia eran una aventura en la chacra. Se supendían las tareas en el campo, y más descansados los hombres ganaban los galpones y cosían y reparaban los arneses que se iban deteriorando con el uso del tiempo. Se reemplazaban las maderas rotas de las barandas de los carros y se ponían clavos a las que estaban flojas. Las mujeres venían con sus pavas y sus mates y sus frituras saltadas en fina grasa de cerdo para la delicia de todos, enpezando por la gente menuda, como nosotros.
Si era la época de la juntada de maíz, las familias que habían venido del pueblo o de otros o de otras provincias repasaban sus maletas y sus guantes -quienes los tenían- o reponían el cuero del deschalador al que llamaban "aguja". Si el temporal tardaba días en irse había que aprovechar el escampe para la caza de patos, perdices y hasta liebres. Se cargaban los cartuchos, pues todo se hacía en la casa y con sólo silbarle a los perros la emprendían hacia el cañadón más cercano. A mí en particular me gustaba acompañar a Pichón, que se calzaba unas botas de caña alta y mientras iba pisando negligentemente los charquitos que tenían un fondo de gramilla cantaba por lo bajo el tango Patotero sentimental, mientras yo lo seguía con mis botines "Patria" con suela de cuero muy grueso o de simple madera, el pecho se me henchía de felicidad y excitación porque estaba en un lugar donde el rigor y las órdenes estaban ausentes. Seguramente mi padre había tomado otro camino, hacia el Canal Hondo, entre pajonales y espadañas que escondían nutrias brillosas de agua.
Pichón tenía una ventaja muy grande sobre el resto de los hombres jóvenes como mi padre -de todos modos su edad se estaría acercando a los treinta- o tío Domingo, más de cincuenta o Nando o Sete, muy cercanos a él, y también estaba Chiquín, que pasaba los setenta, pero Pichón era un adolescente muy sumiso y muy juguetón que había sido criadio por los tíos.
Esos días de lluvia eran los más lindos, con los pastos que pisoteaban los perros y los animales estrenaban sus cueros nuevos: los caballos corriendo hacia el sol que moría, las vacas llamando a sus crías con un mugido triste, las gallinas que aparecían debajo de los palos donde dormían.
Y los pájaros entre los alto sauces verdes que no habían cedido esta vez una sola rama al fragor inuual de las tormentas que habría estrenecido el trigal y levantado la chapa de una parve donde se guarecían las ancas de los caballos a su reparo que amparaba un ejèrcito de pavos que fueron sorprendidos en un alfalafar lejano con sus flores blancas cubiertas de agua.
Ese atardecer, es paz, ese silencio y ese escampe tranquilo como el fin de un planeta al que por esta vez perdonaron las piedras y el furor impiadoso del agua.
En esa paz íbamos Pichón y yo, protegido por sus años que eran pocos pero suficientes para mí, porque pronto lo vería cobrar alguna pieza en el aire en que un silbido hiende el espacio como un látigo presuroso buscando el horizonte tan blando.
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