rosario

Jueves, 2 de junio de 2016

CONTRATAPA

Botella al mar

 Por Sebastián Ocampo

Renata es mi hija, tiene cuatro años y es hermosa. Pelo rizado, piel morocha, bien morocha ahora por el sol. Corre por la playa, corre ahí donde el mar le llega a los tobillos. Corre y se salpica y salpica y allá el océano corta el cielo.

Yo hubiera preferido ir de vacaciones a la tierra de mi padre, Jujuy. Todos los años iría a la quebrada de Humahuaca. Es el único lugar del mundo donde siento que el polvo de las calles, las cortinas de las puertas, la madera, el empedrado, el gesto sutil de la boca, el silencio, son amables. Pero vinimos a la costa. A un lugar llamado Mar Azul. Vinimos porque mi mujer, Cecilia, quiso traer a los chicos a la playa.

Rosario, la ciudad donde vivimos limita con el río Paraná. A Renata y mi otro hijo, Felipe, un día los llevamos a un bar de la costanera, y al ver la arena corrieron gritando ¡El mar! ¡El mar! Con Cecilia nos miramos, dulzura y anhelo, y ella dijo: los tenemos que llevar al mar.

Esto no es el mar, chicos, dijo ella. Es el río.

Yo había ido muchas veces a la costa. San Bernardo, Mar de Ajo, Mar del Plata, Villa Gesell. Pero ahora habíamos elegido Mar Azul. Un pequeño poblado de unas pocas manzanas que iba desde el bosque a la playa. Tranquilo, nada de delirios adolescentes, pocas sombrillas, brisa, arena y el agua salada y espumosa. Cecilia tenía razón, había que llevar a los chicos al mar, pero a pesar de eso, en mi intimidad quería ir a Jujuy. Pero, en fin, no hay que ser tan pelotudo en la vida y cuando el sentido común es del otro, bien.

Yo también quería ver a mis hijos corriendo en la playa. En realidad la que corre es Renata. Felipe es medio cagón y se anima al barullo del mar solo si es en mis brazos. Qué más pedirle tiene dos años y medio. Es como la vida, al principio lo llevaré de la mano, con la puerta de retorno abierta (lo intentaré al menos) y después él se arrojará al agua, al destino. Ahora Felipe prefiere jugar con el balde y la arena.

Renata sigue corriendo. Levanta almejas del suelo. Corre.

No parece de cuatro años, dice Cecilia. A ella le brillan las mejillas.

Yo recuerdo el título de un libro de Sacheri, Ser feliz era esto.

De repente, recuerdo, los quilombos de la ciudad que me espera, los hijos de puta que te meten el dedo en el orto, los que quieren toda la plata para ellos, los que te apuran, te empujan a bocinazos o puteadas o verdugueos o coimas. ¿Cómo mierda ser feliz?

Pero es verdad, el pelotudo era yo, tenía la estúpida facilidad de siempre pensar cosas que me dolían, malos momentos, de ver siempre la cara oscura de la gente, de la calle, de la vida, segundas intenciones.

Renata me pasa bronceador por los hombros, siento sus manitos suaves.

Así no te arde, me dice y esa sola frase justificaba mi vida entera, debía justificarla.

Cecilia se puso a cebar mate. Yo no tomaba mate antes de conocer a Cecilia. Me puse a mirar el mar, azul, vasto, era como mirar el cielo de noche. Mi padre. Mi mamá le decía gatito y yo recuerdo a mi padre con panza e inteligencia desde siempre. Era tan inteligente que era insoportable, parecía tener las respuestas a todo; parecía elegir siempre bien. Lo peor de todo era que no solo parecía sino que casi siempre sus decisiones eran correctas. ¿Hay que tomar la ruta a la izquierda o la derecha?

A la izquierda decía mi papá y era hacia la izquierda. Era inteligentemente insoportable.

Casi no tenía recuerdos de mi padre en la playa. Una vez habíamos ido a Mar del Plata, mi mamá, mi hermano y yo, mi tío y su familia. Mi papá se había quedado trabajando.

¿Trabajando para que nosotros fueramos felices?

¿Trabajando porque le gustaba? ¿Su pasión?

¿Trabajando? ¿Condenado? ¿Por qué?

Tengo un recuerdo, ahora: mi padre y un amigo mirándole el culo a una mina con una tanga negra en una playa de Brasil. Mi madre y la otra mujer bajo una sombrilla. Yo leyendo a Stephen King y escuchando a mi padre decir algo de ese culo. Mi padre nunca decía nada de ningún culo, de ningunas tetas, cuando por televisión se veía un culo mi papá miraba hacia abajo o hacía algún chiste que lo sacaba de situación, como si sintiera culpa o vergüenza. Pero en ese momento, aquel amigo suyo, de algún modo, estaban mirando ese culo, y hablando, y yo me encontré sorprendido, avergonzado, confundido, y algo en mí, un sentimiento impreciso de orgullo al escuchar a mi padre decir: que lindo culo.

Con Felipe ahora hacíamos torres de arena. Cuando le salían mal llorisqueaba, pero una vez, dos veces, si le salían mal le decía: Felipe, hay que volver a intentarlo. Hasta que al rato de tanto insistir con sonrisas y voz cálida, cuando se le rompía la torre, yo le preguntaba ¿Felipe qué hay que hacer? Y él empezó a decir entre carcajaditas: hay que volver a intentarlo. Yo sentía un orgullo minúsculo, un orgullo a medida de ese encuentro cariñoso que tenía con mi hijo, con la esperanza de que ese "hay que volver a intentarlo" quedara grabado en algún lugar de su alma, de su esencia, y cuando fuera grande y una mujer le dijera "te quiero como amigo", o un gerente "usted está despedido" o un profesor "no aprobó, Felipe", él se fuera a un bar, en soledad, con un libro, se pidiera un café y cuando lo estuviera tomando de a sorbos dijera "no pasa nada, hay que volver a intentarlo".

Era la frase que yo nunca había aprendido, o nunca había querido aprender, o había querido aceptar que era así, así de simple "había que volver a intentarlo", y por no haberlo hecho me había reventado varias veces la cabeza en cuarenta pedazos dejándome cicatrices que me iban a doler el resto de mi vida. En fin.

Renata, Felipe ahora upa de Cecilia, y yo parado a un costado. Escrutaba el océano, cuando en una de esas miradas a lo largo de la

playa, a unos metros más allá había un muchacho tirado en la arena, cubierto de arena, parecía dormido, borracho diría por la botella de cerveza a un costado. Entonces de repente Renata. Siempre hacía lo mismo, parecía sentir, presentir mis inquietudes y me dijo:

--Papá ¿Ese muchacho está enfermo?

Me quedé mudo.

--Papi, vos sos doctor, andá a curarlo.

De repente, sentí la demanda embestirme. Orgullo, vergüenza, deber, tristeza, ternura. Empecé a caminar hacia el muchacho y sentía la mirada de Renata sobre mí, como si me estuvieran evaluando en un examen universitario.

Me paré junto al muchacho. Estaba moreno por el sol, con el pelo largo, enredado, una mejilla contra la arena, en cuero, el cuero lleno de arena, y los ojos cerrados. Una botella de cerveza junto a la cabeza.

Me arrodillé, una rodilla sobre el suelo, lo sacudí, amablemente, del hombro.

El muchacho abrió, despegó, despertando, uno de los ojos. Después el otro ojo y se incorporó sobre uno de los brazos.

¿Qué pasa?, me preguntó.

Nada, dije. Quería saber... (de reojo miré a Renata que me observaba) quería saber si necesitabas algo, dije.

El muchacho miró hacia el mar, una gaviota, el sol alto en el medio del mundo.

¿Dónde está mi padre?, preguntó el muchacho.

En un botella, dije. Miré el cadáver de vidrio marrón sobre la arena; una ventisca y miré el océano. Me sorprendí por lo que yo mismo había dicho. Pero así como estaba, perplejo, algo habló desde mi:

Papá está en una botella que arrojamos al mar.

Me encogí de hombros. Me alejé del cuerpo lleno de arena como una milanesa veraniega y que se quedaba hablando solo ¿Solo?

Miré allá donde la playa terminaba, había arbustos, un árbol, autos y un chico se acercaba hundiendo sus pies en la arena con una plancha bajo el brazo. Había un bar, un pequeño bar.

¡Voy a comprar una coca!, le grité a Renata.

Ella me saludó con la mano en alto y corrió hacia el mar.

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