CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
De perfil, me recordaba a una imagen de la virgen que llamaba mi atención en la iglesia San Miguel, pero sólo de perfil. A Irene le costó mucho mirar a la vida de frente. Burlas, risas en cadena y vientos con ojos la habían obligado a vivir de costado, en un cono de sombras, en el cual prefería el silencio a su discurso entrecortado. Tartamudez, sensibilidad extrema, lucha, cansancio, los pasos previos a una inhibición permanente. Su sueño imposible de ser maestra fue cumplido en parte con la ayuda de sus padres, al convertirla en nuestra docente particular, el lugar preferido para hacer las tareas, tomar mate cocido con buñuelos, juntarnos con amigos de la calle con quienes asistíamos a grados, turnos o escuelas diferentes. Lejos de presiones, la vimos reír, jugar y sobretodo enseñarnos con métodos heterodoxos delicias de la lengua y las matemáticas. En las ciencias exactas encontraba la calma en el signo igual, como creyente rezando padres nuestros, solía recitar la tabla del siete de corrido, del uno al doce, con el fin de tranquilizarse. Creía en dicho número como talismán mágico, un signo que contenía todos los misterios humanos. Dueña de siete gatos, decía estar rodeada por cuarenta y nueve vidas. Con juegos didácticos afirmábamos conceptos. Jugando al barquito, aprendíamos geometría, el ahorcado nos sumaba términos. Con palabras esdrújulas como consigna, una tarde, mi señorita a punto de perder el juego gritó heterónimo. En un gordo tomo con tapas rojas busqué dicha palabra para darla por válida. Por un lado siempre perdí contra ella, pero por otro, gané para siempre. Nuestra auxiliar no asistía a bailes, sufría doblemente el papel pasivo que cumplían las damas. A la condena de contestar preguntas obvias en posición defensiva se le sumaba su creciente tartamudez frente a extraños, sobretodo junto a personas que sentía atractivas y la sonrojaban exponiéndola. Sentía que podía elegir con quien vivir, pero no de quien enamorarse. Su pulso se aceleraba como sus palabras, imposible controlar tanta energía. Prefería la soledad de la escritura, en bares, bibliotecas o colectivos. Marisa, la hija de la kioskera del barrio, sabía como nadie manejar el arte de la manipulación. Nunca pude negarme a sus pedidos. Para tranquilizar su conciencia o comprar la mía, cuando me atendía en el negocio, me daba dos paquetes de figuritas en lugar de uno. "Fijate que a veces vienen pegados", repetía en un tono cómplice. Por mi parte, nunca devolví las figus adicionales. En una lluviosa hora de la siesta, en la que practicábamos divisiones en el aula-dormitorio de nuestra educadora, aprovechando su ausencia momentánea, me "obligó" primero con miradas y luego con dulces palabras a bajar desde arriba del ropero una pesada caja forrada con papel araña color azul que siempre la había llenado de intrigas. Cartas y sólo cartas había en su interior. Correo de distintos hombres con letras parecidas según la astuta observación de mi amiga. Recuerdo haber abierto un sobre con remitente en Totoras de un tal Demetrio Chamorro, quien le ofrecía un amor simple y duradero como su trabajo de tambero. Hallé también un papel doblado prolijamente en cuatro partes con un poema titulado "Siete por siete", del cual sólo pude leer en voz alta y burlona, sus primeros versos. "Soportarás siete heridas/ sobrevirirás al dolor/ siete veces en la vida/ te apuñalará el amor". "¡Mocoso insolente! Todo mortal tiene derecho a tener secretos. Podrás encontrar cosas más obscenas en dicho tesoro que las que imagine tu pobre cabecita, pero nunca serán peores al hecho mismo de haberte metido, sin permiso, en el alma de un semejante". Enojada, con ojos vidriosos y sin trabarse en ninguna sílaba, fue la última e inolvidable lección que me regaló aquella mujer en apariencia frágil. Por vergüenza, renuncié a su alumnado. En la tarde noche de un día agitado de la semana pasada, encadené mi moto frente al moderno salón de ventas "La Mari", sobre las mismas baldosas en las que alguna vez estacioné despreocupado mi Graciela. Lejos de sorprenderse por mi visita, la propietaria me recibió con un discurso armado. "Te acordás hermano de las tibias noches sobre la vereda... bueno ahora estamos todos adentro, presos del miedo, nostalgiosos del espacio perdido. Pero no te confundas, los que nos cuidaban, ya no están en ninguna parte, sólo son recuerdos, menos Antonio, el verdulero, quien quedó al cuidado de su hija más chica, la soltera. ¡Ese viejo sí que es más duro que un camote!" Dos sobrevivientes, como dice un amigo, sólo quieren tiempos blandos. Conversamos sobre frívolos temas por un largo rato. Casi al final de la charla me animé a preguntarle por Irene. Tomó aire como quien decide bucear unos cuantos metros, lo fue largando despacio acompañado por estas palabras: "Fue un drama... Ya pasaron quince años... La mamá estaba viva todavía... Una enfermedad incurable". "Cáncer", pregunté afirmando. "No, amor..." me sorprendió su ocurrencia como antaño. Aproveché el ingreso de clientes a su comercio, para entregarle el dinero junto a mi pedido. "Vendeme un Marlboro". Después de alcanzarme dos paquetes y a modo de despedida, me dijo: "Fijate que a veces vienen pegados." Antes de cerrar una puerta que no pienso volver a abrir y después de haber depositado el atado de cigarrillos sobrante sobre el mostrador, disparé la última pregunta presintiendo la respuesta. "¿Cuántos años tenía?". "Cuarenta y nueve", me respondió con la frialdad de quien llena un formulario. Con mi ánimo tocado, casi hundido, me rebelé a ser ahorcado por la noticia. Decidí comenzar el duelo en la capilla, al borde de la misma imagen que seguía mirando el piso como avergonzada. Siguiendo los pasos de Saramago, resolví homenajearla completando su obra, matando por escrito a su heterónimo. Publiqué en los avisos fúnebres de un matutino de mi ciudad el siguiente texto. "Demetrio Chamorro, q.e.p.d. falleció en la fecha, a los ochenta y cuatro años de edad, en la zona rural de Totoras. Sus siete hijos invitan a despedirlo más no a olvidarlo en La Piedad".
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