CONTRATAPA
› Por Miguel Roig *
Ahora que lo pienso, este verano no escuché a Julio Iglesias. Entre el club Náutico y Rosario Central había por entonces un arenal y en el arenal, un astillero. Nosotros bajábamos a media tarde y nos instalábamos debajo del casco de un barco que se sostenía en pie sobre unos soportales de madera enterrados en la arena. Éramos la cría de esa ballena inmóvil que nos cobijaba y protegía del sol y de las miradas adultas. Si no nadábamos, bajo su panza de hierro oxidado dormitábamos, bebíamos vino blanco, tocábamos la guitarra y cantábamos.
Claudio tocaba el piano era el único músico real de los cuatro que, por entonces, estudiaba armonía con Alfredo Serafino, maestro del Gato Barbieri; Daniel, la guitarra; Hugo, la batería y yo, el bajo. Ensayábamos en la casa de Claudio, pero en el astillero, como deducirás, sólo había guitarras. Éramos de la misma edad, creo, quizás Claudio y Hugo fueran algo mayores, dieciséis o diecisiete. El repertorio incluía a Sui Generis poco después, disuelto el dúo, iríamos juntos al Auditorio Astengo para ver el debut de la nueva banda de Charly: García y la Máquina de Hacer Pájaros, viejas canciones de Moris, los Beatles y Simon & Garfunkel. De los temas propios, como decía Luca Prodan, mejor no hablar.
En aquellos días casi todos formábamos parte de un grupo de rock. En garajes, patios o cuartos sonaban las desafortunadas versiones de las canciones de Charly, Spinetta, los Beatles a pesar de que ya llevaban tiempo disueltos e incursiones ambiciosas en temas como "Stairway to heaven", "From the beginning" o cualquiera de Pink Floyd.
Pero estábamos en el arenal donde todos juntos, como en un gospel bastardo, arremetíamos con "Instituciones" o "Pato trabaja en una carnicería", cuando de tanto en tanto los altavoces de Central o el Náutico irrumpían con publicidad de Proveeduría Deportiva y las canciones de Julio Iglesias. Entonces, nos íbamos al agua o, simplemente, manoteábamos una revista.
Para nosotros el jingle de Proveeduría Deportiva se combinaba con las canciones de Julio Iglesias como una sucesión de ruidos de absoluta intrascendencia: la sirena de un barco te pedía que te incorpores para verlo pasar en medio del río, pero el sonido de los altavoces era como el zumbido de un mosquito al que espantas con el movimiento solitario de la mano, aislada en su gesto de la inmovilidad del resto del cuerpo entregado al descanso. Como no podíamos acallar los altavoces, no los oíamos. De la misma manera que no escuchábamos ninguna voz que no propusiera una distorsión mínima sobre lo conocido. Sin saberlo, porque aún no lo habíamos leído, nos mecíamos en un constante spleen: nos adormilábamos en la depresión que nos generaba lo establecido y nos exaltábamos ante la mínima novedad. Cuentan que McCartney decía, en la época de Revolver, que su intención era distorsionar todo, agarrar las notas y romperlas para encontrar cosas dentro. Ese espíritu nos animaba; con la música como oyentes, claro está, ya que el aporreo torpe de los instrumentos no era otra cosa que una manera de manifestar nuestra impotencia.
Charly García, que había saltado del lenguaje acústico de los primeros discos a una búsqueda más compleja con La Máquina y después con Serú Giran, representaba para nosotros esa manera de sentir las cosas.
La cita es manida pero su poder descriptivo reclama la reiteración: Charly parece estar tocando esto mañana. Cada disco es un salto, una búsqueda distinta. Poco importa ya que lo consiga o que se tope con la piscina vacía. Importa el gesto. La pulsión por querer ganarle un pedacito de cielo a la oscuridad del silencio.
Ahora bien, hacíamos, te contaba, oídos sordos a las canciones de Julio Iglesias. Pero ya por aquel entonces el cantante gallego llenaba el teatro El Círculo cuando venía a Rosario. Y con los años llenó campos de fútbol en Tel Aviv, salas en Tokio, discotecas en Oslo, casinos en Las Vegas.
Hace unos días me ha llegó un disco doble que celebra los cuarenta años de rock argentino: Escúchame entre el ruido. Sacando las versiones del Indio Solari de "El Salmón" (hasta la Marcha a la Bandera podría cantar el Indio y sonaría bien) y "Tres Agujas" por Spinetta (esa sociedad funciona desde La la la), el resto es previsible, aburrido, plano. ¿Qué pasó?
Esto empezó hace tiempo. Con Malvinas no se impuso el rock nacional; simplemente se pasó de la creación a la producción deliberada por el camino de lo convencional. Mucho y rápido. El fast rock.
Estos discos de los cuarenta años lo manifiestan. No es la celebración de una actitud; es una efeméride. Esos dos discos son un mausoleo. Y lo que es peor: ya se vislumbra la construcción de otro para el cincuenta aniversario.
Cuando Joe Cocker graba en Woodstock "With a little help from my friends" o Mercedes Sosa canta "De mi", por ejemplo, se asiste a la concreción de una necesidad vital por parte del artista: la traducción de una obra con un lenguaje creativo propio. Cuando David Lebon hace "Avellaneda Blues" con una base de vientos a lo Santos Lipesker, no está reinterpretando a Manal: graba un standard, una pieza que detiene el tiempo, que lo fija en lugar de atravesarlo. Es lo que hacía Sinatra cuando se alejaba de Dorsey, Basie o de Quincy Jones con quien grabó en tres noches el mítico disco L.A. is my lady. Pensá en los desabridos registros de "Yesterday" o "Mrs. Robinson", por ejemplo, o peor aún: aquel olvidable pastel que fue el disco con Antonio Carlos Jobim (en el que para no quedar corto al lado de Jobim se rebautizó Francis Albert), donde consigue que la bossa nova parezca antiga.
Julio Iglesias suena igual desde hace treinta años, fecha en la que sufríamos aquella lejana megafonía. Nada cambió. Y esa es la clave del éxito. Cuando la gente escucha a Julio Iglesias siente un candor benigno que les envuelve y se dejan arrullar por esa monotonía sonora que fija la vida y da una sensación de eternidad. "Candilejas" o "María Bonita" o "La Cumparsita" suenan urbi et orbi en un formato meloso, suave y perenne, verano tras verano, año tras año. En un idioma que todos conocen: el de una tregua sobre el reloj que borra los límites. Si el canto de Julio es inmutable, una especie de Parménides que nada cambia, entonces ni nos transformamos ni nos deterioramos.
Cuando lo escucho, me acuerdo del astillero y de nuestra ballena. Y aunque cantábamos las canciones de Sui Generis, cuando suena Charly no viajo a mi adolescencia: siento lo que vendrá.
Julio Iglesias está siempre allí. Como en el famoso cuento de Monterroso: cuando te despiertas el dinosaurio sigue a tu lado. Señala un momento del pasado y ese ayer te alcanza y eclipsa el presente en una falsa ilusión que también suprime todo porvenir. Porque lo que viene es igual a lo que conoces. Como el disco de los cuarenta años del rock. Todo parece haber sido. Y si el rock fue, ya no será, porque al contrario de Julio, el rock nunca quiere quedarse aquí. Quiere ir adonde no sabe.
Posiblemente la voz de Julio Iglesias haya sonado este verano en la playa. Pero yo no la oí.
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