CONTRATAPA
› Por Dahiana Belfiori
Album
Cuando con mi hermano le preguntábamos cómo era ella antes de que naciéramos, nuestra madre sacaba el álbum de fotos de su casamiento y mientras las reconocía, una luz cruzaba su semblante. El álbum en cuestión, que permanece en el bahiut de madera de algún árbol que desconozco, es marrón con el borde de las hojas cubierto por una fina capa de esmalte dorado. Entre hoja y hoja, otra hoja de papel de arroz protege las fotos que son sostenidas en las esquinas por unos triangulitos de metal. De tanto verlo, es como si ahora lo estuviera viendo. Es como si lo oliera, de tanto tocarlo.
Alrededor de cada foto había una historia. Así nos enteramos del vestido hecho por ella y que la familia entera criticó por ser de color champán y no blanco, aunque ella sostenía orgullosa que de pura envidia por lo bien que le quedaba. Aprendimos de las relaciones de familia, de los muertos que seguían vivos en las cejas del abuelo o en las pantorrillas de la tía. La genética explicaba mucho del carácter y cualidades individuales heredadas. Suerte la de mi hermano que sacó los ojos de la abuela materna pero ¡pobre!, el carácter de una de las tías, cuñada de mi madre, que según dicen era una jodida. Lo que al abrir el álbum sucedía era mágico. No era la foto, ni siquiera el o la retratada lo que provocaba el encanto. Era la palabra dicha, la historia que se tejía, la memoria que construía presente.
Hoy, viendo fotos mías, vueltas a la luz por la mudanza, pienso en esos momentos compartidos con mi madre. La nostalgia se hace sonrisa y repito la historia de contar historias. Una foto es el lugar de la excusa para encontrarnos con las palabras. Es lo que nos hace crecer la compañía: las historias nos acompañan, nos acompañamos en las historias. No nos sentamos alrededor de un fuego, nos sentamos alrededor de las historias. Hoy, también, una foto puede ser la actualización más amorosa del "Má, contame un cuento".
Escena de lectura
Dice la Moreno que dice la Molloy que lxs escritorxs en sus autobiografías aluden a una "escena de lectura" que se erige como una especie de mito de origen, una marca en la subjetividad que bien podría ser el modo de reconocer por parte de quien escribe (¿todxs?) que para hacerlo (¿bien?), primero se debe haber leído (o fingir haber leído). La escena de lectura acontece invariablemente en la niñez donde -salvo excepciones- la lectura es escasa. Anoche tuve para mí la vivencia y el recuerdo de dicha escena y sin autobiografía. Mi madre acostada se había quedado dormida con un libro en la mano, la mirada cerrada estaba fija sobre las páginas abiertas de par en par, apoyadas en el abdomen. Cuando era chica la veía en la misma posición cada noche, absorta en un mundo que me alejaba de ella. En mi escena de lectura es mi madre la que lee y la temprana curiosidad que sentí por los libros no fue por lo que ellos me provocaran a través de la lectura: esas eternas hojas sin dibujos ni colores de signos enlazados sólo me abrumaban. Ver a mi madre a veces llorando, a veces riendo, a veces enojada, viviendo una vida paralela, constante, en la que yo no podía participar me generaba una intriga difícil de explicar: ahora comprendo que yo leía o hacía que leía para entender a mi madre, para habitar su universo, para acompañarla. Mientras mi madre leía ejercía su cuarto propio a ojos de todo el mundo y me invitaba, sin proponérselo, a imitarla.
La hora del té
A una cuadra de mi casa hay una boutique de té. Me encanta el té pero no sé nada de tés. Excepto el negro que mi madre me daba para hidratar el cuerpo cuando estaba enferma, la manzanilla para bajar ansiedades y algún boldo para el malestar estomacal. Todo envasado en deslucidos saquitos comprados en cualquier despensa. Con todo, la ceremonia del té siempre me atrajo y no precisamente la inglesa del five o' clock tea o el tea time de la hora que sea. Me cautiva la oriental, que ni idea a qué hora es; tal vez por algo del orden del tiempo detenido o del esmero puesto en celebrar ese tiempo. Cuando descubrí la casa de té quedé maravillada y me dispuse a entrar con pretensiones gourmet (aunque creo que no es atinado afiliar lo gourmet al té pero para el caso es lo mismo, quiero decir, para mi caso). Lo que siguió fue simplemente suspenderme en cada aroma que la mujer que atendía desplegaba al abrir las latas a mi pedido. A mayor maravilla mayor lejanía de mi bolsillo: el bolsillo siempre estropea los sueños de transportarse a otro lugar, aunque sea a través del té. Sin embargo, medí mi mes en términos de perfumes (lo que debo, lo que me deben) y me traje una tetera de cerámica y un fragante té Jasmine de la China (escasísimos gramos, tampoco me deben tanto perfume).
Ahora tomo el té y otra escena golpea mi memoria: un amigo sirviendo té en una mesa ratona y leyéndome el I Ching, animándome a mudar, a dar el salto. Quién dice, tal vez la nueva ciudad me regale muchos tea times a cualquier hora para celebrar un otro tiempo detenido en jazmines.
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