CONTRATAPA
› Por Regina Cellino
Una voz me acechaba todas las mañanas cada vez que me sentaba en mi escritorio a trabajar o a escribir. Una voz que lejos de pertenecer al espacio confuso de la conciencia, era real. Real. R-E-A-L. Provenía de afuera, de la calle, e ingresaba a diario a través de la ventana. No distinguía y sigo sin distinguir qué dice, lo que pronuncia me resulta ilegible; a qué se refería o a quien llamaba, no lo sabía. Sin embargo, estaba ahí, y me acechaba con su presencia.
Reaccioné de diversas maneras con respecto a ese evento que se sucedía mañana a mañana. La primera vez que diferencié la voz del murmullo de los peatones, de los caños de escape de los colectivos y del ruido habitual de la ciudad (indescifrable y constante) era de mañana, cerca de las 9:30. Llamaba la atención el tono y el timbre particular de esa voz; se asemejaba a un grito de desesperación, de esos que aparecen cuando ya no hay posibilidad de hacer otra cosa más que gritar. Busqué el cuerpo que pronunciaba de manera arbitraria esas vocales y consonantes con el fin de intentar descubrir el significado de ese significante. Pero fue en vano, regresé a mi postura inicial, las manos en el teclado y la vista en múltiples ventanas digitales, con una incertidumbre que me acompañaría por varias semanas más.
El segundo día que la oí esperé que se efectuaran algunas repeticiones, antes de salir en su búsqueda. Estaba sentada en la misma posición de siempre, tal vez con los hombros un poco más bajos, efecto de la clase yoga, cuando el balbuceo iterativo y monótono apareció. Otra vez la misma secuencia del día anterior: salida al balcón, pesquisa frustrada, regreso al escritorio con el enigma sin resolver.
Así se sucedieron mis mañanas durante semanas. El encadenamiento de fonemas pronunciados desde las cuerdas vocales de un hombre (¿género masculino?) había logrado mi total atención. Comencé a pensar que tal vez era producto de la soledad: fabricar voces o amigos imaginarios podría ser una nueva aventura en mi vida. Pero había algo en esa voz que me hacía desistir de que aquello era producto de una alucinación, la escuchaba muy real y, al mismo tiempo, remota e inaccesible. ¿Qué decía? ¿Quién era? ¿Dónde estaba? Luego me invadió la duda sobre qué pasaría una vez resuelta la incógnita, ¿sería, tal vez, más feliz? ¿Podría, de una vez por todas, volver a escribir un cuento completo? Por supuesto que esa voz no era la única culpable en mi dispersión en materia de escritura; hacía tiempo que la literatura se me resistía.
Un día (no recuerdo cuál) entendí que desde la altura no iba a lograr disipar la incertidumbre. Tendría que bajar, como lo hacía cotidianamente una vez o dos al día, y buscar la voz entre la multitud que circula a diario por la peatonal céntrica, inmiscuirme entre los transeúntes. Ansiosa descendí los numerosos pisos que me separaban de la calle; luego, una vez afuera, me acerqué a aquellos que, no importa si llueve o hace un calor agobiante, esperan en una esquina formando hilera el transporte público; a los que despliegan sus alfombras con sus productos de orfebrería y artesanías, listos para salir corriendo ante la presencia de los municipales; a los vendedores de flores y canillitas; en fin, a todos aquellos que miro a diario desde arriba, desde mi balcón, y que formaban parte, hasta entonces, del paisaje de un territorio devenido punto de encuentro para policías y refugio para indigentes.
Cuando ya había estado bastante tiempo afuera, en la calle, empecé a distinguir nuevamente la voz, pero ya no se oía como un grito sino como un murmullo casi imperceptible para todos los que estaban a mi alrededor. Seguí su cadencia, sus vocales y sus consonantes, cuyos significados continuaban siendo para mí un enigma, su queja (porque sin duda era un lamento pronunciado al aire) hasta encontrarlo. Hasta que al fin, no mágica sino intencionalmente, quedamos cara a cara, él con una mano alargada hacia mí pidiendo limosna y con la otra sosteniendo un bastón blanco, y yo con mis miserias en el aliento. Lo miré atentamente. Ahí quedamos cuerpo a cuerpo, suspendidos un par de segundos entre la vorágine de la ciudad; él sin verme, murmurando y alargando su mano, yo mirándolo y escuchándolo íntimamente. Desconocidos uno del otro, necesitándonos.
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