CONTRATAPA
› Por Gabriela Gervasoni
Aunque desde la primera vez que trajo el pedido a casa le dije que no era necesario, siempre se quitó el calzado antes de entrar. Chen casi no hablaba castellano pero creo que comprendía todo (y uso el verbo "comprender" en su sentido más profundo). Aquella vez trajimos un chango repleto y algunas bolsas de plástico en la mano. Me ponen incómodas esas situaciones en las que alguien hace el trabajo por mí, nunca sé cómo comportarme. Hablo de más o me quedo callada en exceso, no sé siquiera para dónde mirar. Subimos al ascensor en absoluto silencio, con esa paz tan genuina de los orientales. Se notaba que Chen no había tomado un curso de meditación on line, traía la capacidad innata de relajarse en cualquier circunstancia. Podría decir que lo veía feliz. Me ayudó a sacar las cosas del carrito y después lo acompañé hasta abajo, sin que aceptara ni el vaso con agua ni la propina que le ofrecí. Cuando iba caminando delante de mí tuve la sensación de que ni el cuerpo ni el alma le pesaban.
Después de un mes más o menos, cuando ya no quedaba ni una cucharada de café para rasquetear en el fondo del frasco, volví al supermercado. Le avisé a Chen que iba a necesitar que me llevara el pedido a casa. Compré mucho más que la primera vez pero me abstuve de elegir algunos productos que me encantaban, como vino, saladitos, gaseosas. Me dio vergüenza que me viera consumir esas cosas. Reemplacé hamburguesas por milanesas de soja y lino; en lugar de galletitas llevé dátiles y almendras. Compré jengibre, menta y arroz integral. Mientras la cajera cobraba, Chen iba acomodando los productos en unas cajas de modo tan simétrico y preciso que parecía un dibujo. Volvimos a recorrer las cinco cuadras en silencio, con el quejido del chango como música de fondo. Subimos con la vecina del quinto piso. Nosotros no hablamos. Era viernes, me acuerdo que había invitado a cenar a unas amigas y terminé suspendiendo la comida. Sacamos las cosas del carrito entre los dos y esta vez si aceptó un vaso con agua y mi propina. Yo también tomé. Sin decir nada, como si alguna fuerza estuviera moviéndonos, nos abrazamos. La luz de la tarde imprimía nuestras sombras sobre una pared de la cocina. Chen tenía un perfume muy dulce, parecía miel. Su respiración se iba robando la mía, envolviéndome, serenándome. Se fue después de una hora y media, también en silencio. No le dije chau, ni nos vemos; nada.
La segunda vez que abracé a Chen yo sabía que iba a suceder. Repetí el ritual de avisarle que tendría que llevar el pedido hasta casa, después le ofrecí agua, dejé la propina sobre la mesada y esa vez me saqué las sandalias. Sin mis tacos él parecía más alto y nuestros cuerpos se acomodaban mucho mejor. El hueco de su pecho se abría mejor para apoyar mi cara, el pelo y parte de mi hombro derecho. Me hubiera quedado un mes así, descalza, con sus brazos rodeándome el cuerpo. No sé si él sabía que íbamos a abrazarnos ese día, pero la fuerza que nos atrajo fue la misma de la primera vez. También esa tarde se fue en silencio.
Abrazar a Chen se convirtió en una tarea imprescindible para mí, tan codiciada que me pasaba el tiempo calculando cuándo ocurriría. Esperaba ese abrazo (quincenal al principio, semanal después) con la ansiedad con que una nena espera a los Reyes Magos. El jamás descuidó el orden en que ubicaba los productos en las cajas, nunca dejó de quitarse el calzado en la puerta de calle, siempre tomó su vaso con agua y guardó la propina. Después, recién después de cumplir su tarea, nos acercábamos para abrazarnos. Todo era importante para él, no se precipitaba, no se demoraba y tampoco se excedía. Yo era meticulosa en las compras, pudorosa diría, y aunque cada vez compraba menos, me aseguraba de que fuera una cantidad que justificara el delivery.
Durante los seis meses que duraron los abrazos, el sol fue cambiando su forma de replicarnos sobre la pared. Nosotros no cambiamos para nada la forma de abrazarnos. Ninguno de los dos buscó la boca del otro. No sé qué le pasaba a él, pero no era sexual, ni siquiera romántico lo que provocaba en mí. A nadie le conté lo feliz que me hacía abrazar a Chen. Era eso: abrazarlo me hacía sentir feliz.
Una tarde de viernes volví al supermercado. Chen estaba, como siempre, detrás de una de las cajas, en un escritorio desordenado desde donde controlaba el negocio. Le dije que iba a necesitar que me acompañara hasta casa con el pedido. Me miró y negó con la cabeza. Espere, me dijo. Del bolsillo sacó un papelito arrugado que abrí recién en casa, después de que se fuera el empleado a quien le ordenó que llevara mi compra. Tuve que esperar varios meses para descubrir qué decía la nota. Con la misma paz que tenía Chen, una traductora la leyó para mí a cambio de cien pesos.
"Un instante es la eternidad./ La eternidad es el ahora./ Cuando ves a través de este instante/ ves a través del que te ve?"(1)
(1) Instante, WU Men (1183-1260).
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