CONTRATAPA
› Por Juan Manuel Mascali
Bajó una pierna y la apoyó sobre el cordón. Seguro que a esa hora doña María estaría durmiendo la siesta. Se irguió y miró hacia los dos lados de la cuadra. Caminó con trancos lentos y holgados hacia la puerta mientras los dedos del pie derecho se aferraban a la suela de la sandalia. Sacó las llaves del bolsillo del pantalón y cinceló despacio con un dedo el contorno del anillo de bronce que las mantenía unidas. Por la ventana entreabierta entraba una luz difusa y se oía el motor de una cortadora de césped. Juntó de la mesa ratona un vaso con restos de helado y una cuchara, y carozos de duraznos y un plato chico con la estampa de un árbol milenario que conservaba de su niñez. No encontró el detergente. Abrió el grifo de la pileta de la cocina y dejó correr el agua por sus manos extendidas con las palmas hacia abajo, como un saco de ramas secas que desbordan en la puerta de un galpón.
Sonó el teléfono una vez, dos. Revolvió los cajones de la mesada y a la quinta vez que sonó lo atendió.
-Está bien, está bien papá, no te digo nada más.
-¿Cómo está Gustavo, hija?
-Bien. Mañana tiene la presentación.
-Ah, qué bien. Vos sabés que estaba buscando una revista escolar, no muy grande, porque Gastón, el nieto de doña María, escribió un texto y me lo trajo para que lo leyera y le diera mi opinión.
-No sé papá, nunca la vi.
-Debe estar en el living o en la habitación.
-Puede ser. Son tus lugares preferidos.
-¿Qué creés que hubiera pensado mamá?
-¿Sobre qué?
-Sobre una casa más chica.
-¿Más chica?
-¿Mañana venís a comer?
-Sí, como siempre. ¿Estás bien?
-Sí.
-No, por eso te lo pregunto.
-Esas cosas de tu facultad... Mañana hablamos cuando vengas.
-Esperá... Te quiero mucho.
-Yo también, hija.
Cortó. En el aparato había una mancha marrón. Un insecto con alas transparentes cruzó la cocina y se detuvo en la pantalla del televisor. Zumbaba, era negro, encorvado, las patas traslúcidas con pintitas amarillas y blancas, o lo que parecía ser sus patas porque al apoyar su cuerpo en la grisácea pantalla aparecieron ganchos amarillos que se estiraban y agarraban con facilidad. Levantó la persiana y caminó por el pasillo hasta su habitación. Carpetas, cuaderno de notas, hojas cuadriculadas con ecuaciones de una página y media y sumas y restas de lo que implicaban los gastos de cada mes durante todo un año. Probablemente la revista estudiantil de Gastón estuviese en el cajón de la mesa de luz que había dejado de limpiar porque evitaba colmarlo con objetos personales. Lo abrió y abrió la tapa cubierta con un hule delgado, liso, similar a los que usaba su esposa para forrar cuadernos de recetas familiares. La caligrafía era risueña, dichosa, las vocales envolvían una esfera gelatinosa. Se acostó y leyó el texto de un tirón porque de lo contrario una somnolencia pasajera lo perjudicaría.
A la media hora despertó. Se había quedado dormido y la revista colgaba como una bisagra sobre la camiseta. La camisa la había dejado en el respaldar de la silla pero no había quitado sus pantalones pinzados. Doña María le había dicho la tardecita anterior que conservaba un plato de comida del almuerzo, y que le había salido tan rico que era una pena tirarlo. Él le dijo que sí, que esa noche comería fuera pero que lo pasaría a buscar en algún momento de la tarde siguiente al regresar de su trabajo, y que le extrañaba que Gastón no tuviera el apetito del que ella se reía tratando de ocultarlo con la palma de su mano. Abrió el armario y buscó un jogging que solía usar cuando una sensación fría lo destemplaba. La puerta del baño estaba abierta y la luz amarillenta de la claraboya trepaba por las paredes y se inmiscuía por los azulejos del antebaño y los listones plastificados de su habitación. Se puso las zapatillas y en la cocina calentó agua para un café. Doña María estaba sentada en un sillón con respaldar ancho bajo la sombra tenue de un palo borracho. Bajaba un brazo, lo subía, alcanzaba la pava sobre una esponja de yuyos verdes y flacuchos. Apagó la hornalla y sintió los latidos de su corazón. El sábado, como todos los sábados, había cortado sus uñas y la del pulgar había crecido formando un ligero compás sin orientación. Pensó en Pi y en las vocales que Gastón esbozaba como si fuera posible leerlas al revés y abarcar un punto incierto del mapa. Levantó la taza y salió al patio.
Cada vez que entraba a su casa y volvía a salir una hora más tarde veía una moto de corta cilindrada. Veía a un perro corriendo detrás del alambre y a una pelota que se alejaba. Veía las piernas y un vestido ceñido hasta las rodillas y un niño que levantaba la vista y reclamaba atención. Se acercó y apartó las ramas de un arbusto floreado. Doña María cambiaba la yerba del mate y la arrojaba a un costado. El verano pasado se había levantado tan temprano como su nieto, aunque había cumplido ochenta años, y a eso de las siete de la mañana cuando escuchaba abrir puertas y ventanas se acercaba a la cocina y le susurraba si quería tomar un cafecito. Él le contaba a su hija que era una mujer hermosa, menuda, bondadosa, el cabello blanco y ondulado cubriéndole parte de su espalda y resaltando la frescura de su mirada aguda o clara. Su hija lo escuchaba y no decía nada, esperaba, y él pensaba que esa tímida reticencia se parecía a la vocación que había heredado del trato cotidiano con su madre. Bajó la vista y la volvió a subir porque creyó que doña María hacía lo mismo. Abrió la puerta de calle y batió las palmas delante del jardín. Doña María no escuchó y debió repetir su nombre impostando la voz.
-¿Fermín, Fermín? --finalmente preguntó.
-Sí, doña María, acá, en la vereda.
-Mire por donde anda. Y yo creyendo que estaba en el patio quieto y sin ánimo como un espantapájaros.
-No es para tanto.
-Sí que lo es, pero a usted parece no importarle. Espere, espere. En un minuto regreso.
Se levantó del sillón y caminó siguiendo la senda del pasto más corto.
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