Vie 16.09.2016
rosario

CONTRATAPA

De nuestros días de violencia y anonimato

› Por Sabatino Cacho Palma

Un médico cirujano, trabajador y padre de familia, días atrás, ultimó de cuatro disparos a un ladrón que había intentado robarle el auto en su propia casa. Según las versiones, el delincuente lo había amenazado con un revólver además de golpearlo con la culata del arma en la cabeza (el agredido ha mostrado el hematoma en su sien). La justicia podrá determinar las responsabilidades del caso, investigando desde el marco legal y jurídico el modo en el que pudieron haber ocurrido los hechos, tomando el relato del agresor, las pericias y algún otro relato brindado por un testigo, para tratar de arribar a conclusiones y determinar el grado o no de culpabilidad. La cuestión es que, sin esperar prudentemente los resultados y los avances de una necesaria investigación, que corresponde claramente al terreno de la justicia, sabiendo incluso, que se trata de un hecho de por si, lamentable y penoso. Inmediatamente y tal la necesidad de noticias escandalosas y "vendibles", los distintos comunicadores y los diversos medios corporativos, se lanzaron a una toma de posición prematura e injustificada. Donde de alguna u otra manera se trató de justificar el homicidio e incluso de legitimarlo (como ha ocurrido ahora con el caso del camionero de Escobar). Cuando en realidad, solamente la terceridad que encarna la acción judicial, podrá caratular y caracterizar el hecho (legítima defensa o no). Así es que se escucharon nuevamente frases peligrosas y asesinas como "un choro menos y éste ya no jode más", sumados al divismo de los personajes políticos y de la farándula, que se pronunciaron rápidamente, a favor de lo que ellos mismos entienden sobre el modo al que obligatoriamente debemos recurrir para defendernos, abonando la irracional y por suerte superada, leyes mediante, teoría de la justicia por mano propia.

Resulta claro que en estados opresivos y represivos, que a su vez producen una fuerte inequidad social, con marcadas injusticias de toda índole, se producen alarmantes escaladas de odio y de impulsos agresivos, y violentos; que mientras no puedan ser canalizados, en las vías que ofrece la protesta social, la actividad política o el marco de la comunicación y del arte, se conforman en situaciones de terror y de pánico social. Es en esos momentos donde lo que impera es el miedo, donde tenemos que estar muy atentos, ya que la historia y la experiencia humana han demostrado que el odio puede manipularse y canalizarse desde lo peor y lo más arbitrario de nuestra sociedad. Un odio que buscará descargarse arteramente sobre nuestros semejantes, llevados y empujados coactivamente, a una categoría inferior y a una condición no humana. Entonces serán pasibles de odio, de persecución, incluso de exterminio, ya que desde los centros de poder se ha legitimado "moralmente" su característica de no semejante (extraño, peligroso, salvaje)

En los años setenta, en un emblemático tema de la llamada canción de protesta, Piero, hacía escuchar: somos territorio de violencia. Me gustaría invitarlos a pensar hasta qué punto la violencia propalada y ofrecida desde un poder político y corporativo (económico y mediático) no se priva de exacerbar peligrosamente, el miedo, la desconfianza y la sospecha permanente, sobre cierto sector de la población, por lo que podrán resultar injuriados, justamente los más prójimos y próximos: los hermanos latinoamericanos y los cabecitas negras en todas sus variantes.

Este desconocimiento artero sobre cierto sector de la humanidad no es ajeno a la historia del hombre, donde los distintos genocidios, de los nativos en "nuestramérica", del pueblo armenio o del pueblo judío (nombro algunos emblemáticos, entre tantas historias monstruosas de aniquilación y exterminio), han contado siempre y lamentablemente con un marco de adhesión evidente, incluso de enfervorzación elocuente, basado fundamentalmente en un rechazo de la diferencia, promovido en un "no reconocimiento" de cualquier semejanza y por ende de una calificación subhumana o no humana, sobre aquellos que hay que exterminar cuanto antes, para preservar la cohesión y la integridad del resto (integridad racial, cultural, económica o territorial).

Las palabras, proferidas desde un discurso de poder, encarnado en otros momentos u otras latitudes por un líder político o religioso, o por un sistema determinado y fáctico que ha tomado el poder, han pasado hoy a cierto anonimato, sostenido arteramente por las variantes de la moda y la mercantilización obscena, desde medios de "comunicación", que sostienen su prédica devastadora en términos tales como "se sabe, se dice, se piensa". Medios que aparentemente toman la "voz de la calle" pero que de alguna manera y esto es manifiesto, inducen a la gente a pensar de cierto modo, es decir, mediadores mediáticos que piensan y deciden por ellos y en nombre de ellos, periodistas y diversos agentes de los medios encubiertos en el anonimato de ser simples informadores y "escuchadores" de la realidad, hablan impunemente "de lo que dice la gente" que a su vez pasa también a ser anónima, creando la apariencia y el semblante de una verdad autenticada y refugiada bajo ese doble anonimato, que les permite no tener que argumentar demasiado, ni esclarecer desde qué posición filosófica, política o socio-cultural, sostienen lo que sostienen.

Desde mi experiencia de psicoanalista y de dramaturgo teatral, los invito a pensar, el modo delicado en que las palabras pueden reconocernos, hacernos un lugar y protegernos (así prefiero entender las cuestiones de confianza, de amparo, protección y seguridad). Sobre todo cuando esa palabras se dan en el marco de una ley (no siempre escrita y enmarcada en lo simbólico), inherente a nuestra condición humana y a la ley del lenguaje, como ordenadora, mediadora y pacificadora en cada existencia. Que por lo tanto, cada vez que, por alguna razón se rompe, se obtura o se dificulta el arbitraje de esta ley (que estará siempre por encima de autoridades o de "personajes" de turno), emergerán en el discurso, otras palabras, otro modo de "ejecutar" un decir, a través de palabras violentas e intrusivas, que producirán daño, agravio y lesiones reales en aquellos sujetos que las reciban pasivamente. Me refiero a la pasividad, no solamente para hacer referencia al desamparo inicial con el que venimos al mundo (las imágenes de bebes y niños desvalidos, ahogados o desnutridos, bastan para saber de la profunda injuria que produce la explotación, la violencia y la injusticia). Si no que también nos podemos encontrar con ciertos momentos de devastación o de arrasamiento subjetivo, donde el sujeto (aún en su adultez), no puede responder a la injuria y no cuenta con barreras de protección y de defensa para salir del daño que se le inflige diariamente, con la descalificación, la deshumanización y la desestimación.

J.L. Austin propone el termino "performativas" para las palabras que dicen y hacen a la vez, es decir para aquellas palabras que no solamente conservan un nivel semántico o descriptivo, si no que hacen algo, que accionan sobre quien las recibe. Sigmund Freud en su siempre vigente texto El malestar en la cultura, nos recuerda que el daño que nos produce otro ser humano, resulta ser una fuente de enorme sufrimiento, en relación a las otras dos fuentes del padecimiento subjetivo. El hombre lobo del hombre, sobre todo en momentos de confusión y de oscuridad, donde al decir de mi abuela María, no se distingue el perro del lobo (la fidelidad de la traición).

Tomando un bello tema de Cazuza podría decir que, "la injuria no para", no se detiene, avanza inexorable hacia la fragmentación social y el arrasamiento subjetivo. Baste recordar y como dice León Gieco, "todo está guardado en la memoria", en los recientes tiempos de la dictadura militar, el modo en que se valieron de la injuria, bajo el término "subversivo" para crear el marco propicio y simbólico para la destrucción sistemática y la "aniquilación" de quien había tomado el estatuto de "no semejante" y de enemigo, para terminar ubicado en el lugar de N. N.

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