Sáb 17.09.2016
rosario

CONTRATAPA

Un son de corazón porque sí

› Por Miriam Cairo

UNO

Tiene el mismo número de letras que el vestido rojo con el que entró largamente a oscuras, y se dio a tutear, en vez de decir usted, a la morena yamambé.

Ya sea por acción poética, ya sea por intuición, la palabra que dijo tenía el mismo número de letras que la honda sensibilidad con la que prepararon el beso petirrojo y ardentísimo.

Podría pensarse que se trababa de un club virtual. Un sóngoro cosongo de la palabra yamambé.

Pero también podría suponerse que no era un club virtual sino un manuscrito recién soñado por el huésped caprichoso que había bebido de la copa morena antes de aprender a esperar, antes de aprender a tratar de usted a las intenciones primeras.

Pero también podría suponerse que no era ni una cosa ni la otra, sino más bien un pretexto para encender la mecha, o para encender las luces de las palabras más oscuras y el jadeo serembó de las palabras sonoras.

Podría incluso pensarse que la morena no llegó jamás y que aquello que parecía cristalino como el ojo de un pez ausente, no era nada más que una támbala támbala que se ajuna en la sexofonía de la libertad.

DOS

Eran unos colibríes enormes. Morenos colibríes y melones de agua. Los colores del aire suave se desvanecían en un acuememe serembó de negros sabores.

No era el pulmón en su tamaño natural lo que respiraba el Caribe, sino el sensemayá de la culebra muerta que volvía a respirar como culebra viva.

La isla jadeaba halos las revoluciones. No tenía necesidad de sepultar tanta dulzura. El minuto era silencio, el silencio era suspiro, el suspiro era un gran suspiro de estalagmitas muy blancas o rojas, donde alguien aspiraba su alegoría, y el aire, quencúyere, el aire, soplaba la armonía de un universo carabalí, sin ser él mismo forma, pulmón múltiple, aunque siendo uno se escondía en el cadalso breve y modesto de cada ácana alada en sus propias raíces diez metros hacia arriba.

TRES

Tantas veces arrodillada mirando la abertura fragmentaria. Un sutil arco iris del cuerpo que alcanzaba las nubes y que bajaba con extrema lentitud, soplando suavemente a los planetas de larga cola. En su mirada yamambé el Caribe empezaba a sugerir que son estrechos y peligrosamente afilados los huesos de la palabra sensemayá. Alguien desnudaba que leer es secreto. Alguien tocaba, en dos o tres ocasiones, los pies desnudos del serembó.

Quien no hubiera viajado nunca al Caribe también podía sentir la apertura fragmentaria, soplando la llama del arco iris que se arrancaba las letras a pedazos en el sóngoro cosongo y derramaba los acentos fuera de los altares del lenguaje, ¡yamambé!

CUATRO

Un jarabe que hacía húmedas fruslerías para que viajaran al Caribe los que nunca han viajado, los que nunca viajarán, los que aun viajando nunca viajaron, porque viajar al Caribe no es pisar el Caribe sino beber el Caribe, soñar el Caribe, soplar el Caribe, crear el Caribe con las palabras en la mano.

Las culebras sin embargo no olvidaban los alborotos desdichados de los lava-pies, de los cava-tumbas, de los traga-sables que pisaron el Caribe como quien se lava la culpa de contrabando y se pone tules para fraguar un meloso placer del cuerpo en un tumulto de alharacas rengas que, a la larga, terminan siendo pantomimas flacas.

La cosa fue que el último barrilete se extenuaba en un serembó de agua, una gran gota que en cualquier lengua abriría jarritas llenas de leche, pero que en el Caribe no, porque la palabra sonó a tiempo y se hizo eco y se hizo ron: el Caribe no se pisa. El Caribe se bebe, serembó.

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