CONTRATAPA
› Por Javier Chiabrando
No molestar. Si el mundo fuera un hotel, en la puerta de cada habitación (no en todas pero sí en la mayoría), habría un cartelito pidiendo no ser molestado. Dentro de las habitaciones habría gente común, razonablemente satisfecha, que no desea otra cosa que lo que tiene más lo que tiene el vecino de habitación, aunque ignore lo que el vecino de habitación tiene.
Afuera de esas habitaciones estarían los granulientos, los purulentos, los irreverentes, los gitanos o con cara de, la negrada o con cara de, los que cantan serenatas a deshoras, los que piden moneditas porque no supieron ahorrar, los que se roban la ropa para lavar, los noctámbulos, los insomnes, los que no viven a contramano de las horas, los que perdieron algo años atrás y lo siguen buscando, los que tararean sin motivo.
Los de adentro no se pueden deshacer de los de afuera. Si encontraran la forma, lo harían. Pero es imposible. Los de afuera son muchos y eliminarlos sería complicado y costoso. "Así no hay genocidio que alcance", diría un señor dentro de una habitación. Y su señora le pediría que se calme, que le va a subir la presión. Y le recordaría que los de afuera cocinan, lavan la mugre y calman los ardores de los de adentro (ella no lo dice así; es educada, no como los de afuera). Por eso los de adentro se conforman, a falta de una idea mejor, con poner el cartelito de NO MOLESTAR.
Ne pas déranger. Si el mundo fuera un libro tendría doscientas veinte páginas. No más. Preferentemente, sobre historias con las que se podrían amenizar sobremesas sin alterar la digestión de nadie. Historias de épicas menores, que, imitadas o no, no alterarían el rumbo del mundo de los satisfechos. Si es de poesía, seguramente rimaría. Y si habla de personajes que se rebelan contra el poder el lector deberá pensar que ya otro lo hizo y que no es necesario que lo haga nadie más, por ejemplo él. Y si el mundo fuera una canción tendría alrededor de tres minutos. Se bailaría. Sería una canción tonal, de letra pegadiza que dé color esperanza y que sea fácil de recordar y de entender.
Do not disturb. Entre el nacimiento del mundo moderno y hoy, en base a hábitos y costumbres, intereses y poder, se ha ido escribiendo una Biblia, a la que también podríamos llamar Moral (o como prefiera), que formatea todo el tiempo la vida y sus moradores. Todo lo que no entra dentro de ese formato deberá convivir en los márgenes o ser revisado en su necesidad de existir. A veces esa parte del mundo que no entra en la categoría de canción fácil y poesía que rima se adapta cuando ve el cartel de NO MOLESTAR. Es decir, deja de molestar.
Otra opción que encuentran los satisfechos es transformar esa singularidad molesta en un nuevo negocio, como pasó con modelos musicales, drogas, o ideas de vanguardias artísticas que terminaron siendo absorbidas por el mundo de la moda. La supervivencia del mundo de los satisfechos reside en intentar destruir la rebelión primero y en transformarla en negocio después. Los satisfechos también aprenden. Rara vez se equivocan. Como mucho, se distraen.
Del rock como rebelión a Steve Tyler cantando en un show de moda pasaron décadas. Pero entre la aparición del rap y el primer jingle rapeado pasaron minutos. Así actúa el mundo de los satisfechos con lo que hace ruido (nunca mejor dicho). Le pone el cartelito primero, lo combate después, o lo corrompe. En el medio hubo de todo, claro: rockeros que pasaron de escupir al público a vestirse de Armani y otros que amagaron acercarse al poder como para transar y terminaron escupiéndolo.
¿Quien construye esta Moral? No, no se equivoque. No es el Poder. Esos se aprovechan antes o después. Y en el medio también. Pero los que la construyen son los que están satisfechos de vivir en él, sea por gusto, miedo o ignorancia. Son los que viven dentro de las habitaciones del hotel. Los que se asustan cuando los poemas no riman. Los que se ponen nerviosos con las canciones que no se pueden bailar, aunque ellos no sepan bailar.
Nich storen. La publicidad es la voz cantante del mundo de los satisfechos. No la política ni los formadores de opinión, que también cuentan. La publicidad determina lo que se debe consumir, el formato de cada objeto, sin aristas, lo ideal. Luego busca o construye (si es que ya no existe) el destinatario ideal para ese objeto ideal. Just do it.
Ni gordo ni flaco de más, conformista pero no tanto como para no aburrirse de lo que acaba de comprar. No es sencillo: hay que darle al satisfecho la sensación de que no se debe conformar tanto como para no querer cambiar el Ford por el Chevrolet al año siguiente. Y además debe creer que ese cambio es su breve, pequeño, ínfimo, derecho a rebelarse con los que formatean su vida. Menuda tarea.
El marco del que gozan los que están dentro de las habitaciones, leyendo libros perfectamente legibles y escuchando música absolutamente tonal y bailable, se defiende con armas, leyes y política. Incluso, se le enseña al satisfecho a salir a la calle a reclamar por el derecho a su satisfacción, cual émulos de la burguesía revolucionaria que protagonizó los grandes cambios anteriores al siglo XX. Porque una pequeña, ínfima, casi insignificante rebelión da hambre que se calma con productos y objetos creados para la ocasión.
La política también se distrae. Y, tarde o temprano, cuando los purulentos no dejan dormir a los satisfechos, se pone en marcha como si dijera: "La distracción ya sucedió, ahora viene la etapa de la domesticación". En ese bailongo estamos. La música de fondo son canciones de amor barato donde la gente se tiene que querer porque sí y cuentitos sobre bambúes y leyendas que autoayudan pero que nunca se sabe por qué y cómo ayudan. Detrás, ya sabemos: un conglomerado de bancos, tarjetas de créditos, ejércitos y controladores de la tecnología.
Nao incomodar. Pero más peligroso que todo eso es la domesticación social. La idea aceptada de que la felicidad es una marca de perfume o una actitud (la de la señorita que usa el perfume). Es la abolición del espíritu crítico, que se debe abolir pero no tanto como para que no dejemos de creer que cambiar de marca de teléfono a cada rato nos hace mejores o más felices. No es sencillo.
Ne pas déranger. La gentuza afuera de esas habitaciones, sin saberlo, sin quererlo, sin entenderlo, es también mucha. Sin doctrina, desconectados, incomunicados. La mayoría entraría a esas habitaciones con gusto y pondría el cartelito a los que vienen detrás, aunque sean de su propia familia. Otros eligen no entregarse con facilidad. No ser pusilánime, no correr detrás de la novedad, escuchar canciones sin forma que duren un minuto o veinticinco.
La pregunta del millón es saber en qué lugar está parado uno. Si se resiste a ese estado de conformidad o sueña con entrar en la habitación para poner el cartel. O si le pone el cartelito a otros que son más purulentos que él. Si está en rebelión con ese mundo cómodo o le está haciendo el juego.
Se podría pensar en un mundo ideal donde todos estamos conformes. Donde todos somos grandes consumidores y el mundo es un shopping. Un mundo sin crujidos. Pero esta utopía capitalista (que existe) choca con una realidad: ¿quién limpiará el culo de los ricos que envejecen, quién lavará las sábanas de las orgías de los poderosos? Europa estuvo cerca de lograrlo, pero al fin tuvo que llevar inmigrantes para el trabajo sucio, y los purulentos (que además tienen hijos a rolete) se volvieron un problema y para colmo no andan con ganas ni paciencia de obedecer el cartelito de HE BENOKONTB.
Quizá la gran rebelión que se viene no sea ideológica o política, o de reivindicaciones sociales. Sobre eso se combatió y se perdió y se ganó. A veces se perdió, aunque pareciera que se ganó. Quizá la gran rebelión que se viene sea darle la espalda al mundo de los satisfechos y desear menos, la mitad, incluso nada. Vestirse con la ropa del tío que murió, no acumular, construir muebles de otros muebles o de papel maché, no comprar nada que tenga marca (idea de Chiabrando, ojo con el copyright). Y limpiarse el culo con el cartelito de NO MOLESTAR.
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