CONTRATAPA
› Por Víctor Zenobi
A Nélida Turlione
Habrían pasado cinco o seis años desde la última vez que había hablado con el Zurdo, después de mudarme del barrio. Volví a verlo, increíblemente, en la aciaga mañana del sábado 17 de mayo del '69 cuando, al rondar por las librerías del centro me vi involucrado involuntariamente en la manifestación estudiantil que protestaba por la muerte del estudiante correntino Juan Cabral, ocurrida dos días antes. Las razones que se pueden tener para odiar o apreciar a un hombre no son siempre claras, pero hay ciertos rasgos que pueden parecernos esenciales. Descubrir al Zurdo entre los manifestantes intensificaba mi admiración y mi afecto por él, pero eso no atenuaba el temor extremo de enfrentar con las manos desprotegidas a los furibundos bastones adversos. La gente temerosa intentaba refugiarse en el hall de la Bolsa de Comercio o en la antesala del cine Palace, otros en la galería de nombre mapuche: Melipal. Un disparo contundente se confundió con los estrépitos atronadores y un joven con el rostro ensangrentado cayó al borde de las escaleras que conducía a los pisos superiores; era un estudiante de 22 años, Adolfo Bello, que ya no se levantó. A un costado, abrazada a una mujer mayor, una joven que tiempo después conocería con el nombre de Nélida, advirtió en sus zapatos recién estrenados el salpicón de la sangre. Los gritos indignados ascendían y la policía parecía replegarse, pero todo era confusión y caos...Con un gesto de extrema indignación y la actitud decididamente desafiante, el Zurdo me indicó que lo siguiera. Corrí como un autómata tras de su espalda, cuando un policía se interpuso con un arma en la mano. Me quedé inmóvil, paralizado por el terror. El Zurdo, retrocediendo, lo golpeó y dándome un empujón logró que lo siguiera. Después de huir por Paraguay hacia el río, eludiendo los comandos que pululaban de aquí para allá, cruzamos Wheelright y atravesamos la estación de los ingleses y las vías ferroviarias para tendernos sobre la gramilla del paseo que preanuncia la barranca. Volvía a ser el primero de una serie de encuentros que duró unos cuantos años.
Entre el jadeo incesante y el ritmo acelerado del corazón, entrecortando las palabras, el Zurdo dijo: "Mirá que volver a encontrarnos aquí y en estas circunstancias... es obvio que no podría ser de otro modo". Lo miré con un gesto de no entender. "Me sorprendió verte en la manifestación -agregó- pero enseguida entendí que no era casualidad, siempre fuimos para el mismo lado". Me dio vergüenza confesarle que me encontraba allí por casualidad.
"Pelusa me dijo que trabajabas en un taller de chapería y pintura", dije para saltear el tema. Se largó a reír. "No, no -dijo sonriendo- Terminé el bachillerato de noche y ahora estoy cursando Bellas Artes. Pero, contame de vos. Yo milito en una organización nueva ¿y vos...? seguro que también ¿en qué andás...?". "Bueno, yo soy anarco", le dije, con una cierta inhibición que me impedía confesarle que la manifestación me tomó de sorpresa y que me sentía profundamente abochornado. De hecho, la imprevista sucesión de los acontecimientos había trastornado el día con un sabor angustiante, pero la evolución de esa tarde, compartida como antaño con el Zurdo, disipó cualquier tipo de reserva. Progresivamente, como si el tiempo fuese la onírica sustancia del pasado, la tarde se fue traduciendo en una larga y complaciente confidencia donde volvimos a hablar como cuando éramos los chicos del barrio. No sé por qué, en algún momento le pregunté por su madre y me dijo con una cierta gravedad inusual en él que había muerto. Lo sabía porque en una oportunidad que pasaba al lado de una mendiga oyó que le decía: "Que te pasa que no saludás a tu madre". Estaba andrajosa y mal alimentada, y se impuso llevarla al Provincial donde a los días murió. "Se llevó todos sus secretos", dijo, como si pensase en voz alta. "O tal vez no tenía ninguno, sólo la pobreza extrema e indignante que nos hace sentir rencor hacia nuestro suelo".
Nos quedamos en silencio y luego recuperó con una voz calmosa un recuerdo compartido: "¿Te acordás del día en que me leíste una parte del Quijote? Yo te menosprecié, pero me había picado el bicho de la curiosidad y necesité retomar esa historia, saber cómo seguía y cuando la finalicé me convenció. Me pareció, como de hecho fue, una manera en que podía apropiarme de una historia o fundarme en una ¿Entendés? En la biblioteca Mitre conseguí el libro y el permiso para leerlo varias veces, aunque rápidamente comprendí lo que dijiste; que hacía falta un poco de locura para soportar el mundo, un ideal para producir uno mejor y la verdad es que algo cambió para mí. No quiero hacértela lunga, el hecho es que estoy aquí, decidido a jugármela por lo que creo. Militando, divulgando a Marx y a Sartre, a Guevara, la dialéctica ¿quién lo hubiera dicho? Las verdades son siempre productos de un surgimiento incalculable".
Nos despedimos dando por sentado que nos veríamos, y efectivamente nos encontramos unas cuantas veces más. Yo pasaba a buscarlo por las clases de Historia del Arte o de Estética y nos íbamos al bar del Centro Catalán a enroscarnos en cuestiones filosóficas que acompañaban nuestro curso del tiempo. Nuestro amor por Sartre nos llevaba a desdeñar a cualquiera que colabora para perpetuar el mundo actual, legitimando el orden establecido bajo la invocación de un saber gastado de lo que hay, en lugar de lo que puede haber...A partir del '73 nos vimos con menor frecuencia porque su grupo entró en la clandestinidad y mutuamente tratábamos de protegernos. Yo le había dado una llave del departamento que alquilaba, para que se refugiase en el altillo cuando arreciaban las razzias, pero muy pocas veces la usó. El 19 de julio del '76 asesinaron a su jefe, y por la tarde allanaron el lugar donde vivía, aunque logró escapar. Unos días más tarde me hizo llegar una carta donde me comunicaba que le era imposible seguir contactándome, pero que esperaba volver a encontrarnos "en tiempos mejores". En las últimas líneas me contaba como si fuera una confidencia mayor que su émulo era el Walsh de Irlandeses detrás de un gato. Era un gesto típico del Zurdo a quien no volví a ver más. Tal vez por eso solía pensar que nuestro encuentro de esa mañana del '69, donde tanto sentido funesto se presagiaba, fue un acontecimiento que costaba reducir a la casualidad, y que mediado por algo mágico y secreto, atribuía a una compensación misteriosa. Por supuesto, mi escepticismo radical se revela en seguida contra esa emoción que parece consolarnos de las pérdidas y de los sueños que retornan a todo lo que desaparece.
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