CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
I. Hombre haciendo dedo
Recién veinte metros después, ojos fijos en el retrovisor, decide frenar a fondo, casi sobre la banquina. Clava los ojos en el hombre que comienza a correr hacia el auto arrastrando su valija como rabo a contrapelo. Ella abre la puerta del acompañante antes de que el viajero se asome por la ventanilla y la examine mujer, solitaria, inapropiado, titubeos.
--¿Adónde vas?
--A Ceiba, señora. (¿Una mujer sola recogiendo a alguien que hace dedo?)
--Dale, subí o nos van a terminar chocando. Apurate. Poné tu valija en el asiento de atrás.
El, con seguridad, trabaja como peón de algún tambo. Probablemente no debiera sacar un cigarrillo y encenderlo, mudo, probablemente a ella tampoco le convendría aceptarle el segundo pucho que prende para convidarla.
--¿Cómo te llamás?- Pregunta que podría significar quién sos.
No hay casi tránsito en la ruta 4 a esa hora siestera; llanura, hacienda, soja y algún pesado camión de carga, de tanto en tanto.
--Marcelo me llamo-. Marcelo, brazos velludos, lobizón, --¿Y vos?- ya la tutea, ya le toma el codo.
Ella ríe: --Elena.
--¿De qué te reís?
--No me gusta viajar sola.
--¿Sos de por acá?- continúa el morocho elaborando su mapa, una cartografía de riesgos y amenazas o posibilidades, quizá simple charla.
Suena el celular y Elena, sin atender, lo desactiva y coloca sobre el tablero, en la jurisdicción del lobizón. Recaba que no piensa regalarle nada pero tampoco negarle lo que pida. Sea lo que sea. --Soy Elena, dos hijos, un marido, catedrática, vivo en Rosario.
--¿Siempre alzás tipos por la ruta?-, inquiere el hombre de cuello corto.
--Manejo poco, únicamente en mi ciudad. Hoy salí sin rumbo.
--¿Y no tuviste malas experiencias?
--¿Por qué?
--Porque es peligroso recoger en la carretera gente que no se conoce.
--¿Mucho?
--Mucho.
--¿Qué podría pasarme?
--Cualquier cosa -dice el tipo volviéndose hacia ella, ¿no leés los diarios?
Su mapa del peligro quizá ya armado,
Tal vez quiera robarle, o abusar de ella sexualmente, o simplemente charlar. Siente que le mete la mano en el hombro, y la baja. Pero Elena no lo detiene. Hace lo que vino a hacer, preferiblemente acompañada. Suelta el volante y abraza a Marcelo, lo besa en la boca, disfruta de ese beso final con el camión enfrente, justo para hacer blanco directo en su carrocería, lo que vino a hacer. No le gusta viajar sola. Marcelo trata de desasirse. Luego, un punto oscuro.
II. Ser el otro
Toca mi carne, y cuando lo hace, la explora sin indagar el placer de manosear mis senos o mis glúteos: exhibe disgusto en su ceño fruncido, se enajena, agita sus: "Eva, Eva", nombrándome de ese modo pese a mi insistencia de ser como me llamo, Alcira; en tanto incrusta en sus ojos horror y espanto ¿qué busca, qué halla en mí? Me aparto, no soy una película de terror, pero lo separo sólo un segundo y me rindo: contra mi voluntad racional me abandono a que me penetre en una experiencia durante la cual me planta encima un rostro crucificado, a puro dolor, "me caigo, me caigo", grita de repente con las lágrimas de su semen derramándose en mi centro, y recién deja asomar su desvaída sonrisa al machacar sobre mi cuello palabras ininteligibles que repite, de las que entresaco luego, pensando, que ha dicho, quizás: "ah, vivir la caída original".
¿En qué experimentos me involucra?
Me besa, me acuna tiernamente. Pero sé que ayer me hipnotizó o algo parecido, ya que, obsesiva de la hora, hallé un hueco en mi conciencia entre las 21 y las 23.
--¿Qué hiciste conmigo? -fue mi reclamo.
--Nada. Jamás te infligiría daño alguno, Eva.-Pero en unas horas deja de llamame de ese modo y lo sustituye por "Blandina".
Genaro es pintor. Sus óleos son oníricos. Infernales. Examino el último, una fuente que desborda agua, y dentro del torbellino en flujo, la diminuta mujer desnuda que se despatarra, cayendo a la nada. En el subsuelo, lenguas de fuego.
Luego asocio: ¿Eva? ¿Yo? Enseguida un flash: desnuda, voy bajando las escaleras del edificio. Alguien me esconde en el ascensor, oprime un botón y me devuelve a mi piso. ¿Cuándo sucedió?
Genaro asegura que ha sido un sueño. Luego reconoce bajo contrición: "No quería preocuparte, Blandina. Pero sos sonámbula, vidita".
¿Sonámbula? ¿Desde cuándo? Y ahora paso a llamarme ¿Blandina?
Algo ocurre mientras duermo. Descorro las sábanas. Develan mordisqueos sanguinolentos en mis piernas. Costras en formación. --Fue tu gato- se desentiende Genaro. --Te atacó. ¿No te acordás?
Sospecho. Rebusco y encuentro su última pintura, aún fresca. Circo que es un planeta girando en el espacio, de gigantescas gradas concéntricas repletas de hordas y en el medio, el ruedo diminuto en el que una mujer es desgarrada por fieras. Internet me informa quién soy, Blandina torturada por su credo siglos atrás. --Juana, no me acuses de haberte causado semejantes heridas, sin fundamento. No te mordí. Te repito, fue tu gato -refuta Genaro.
Pero las dimensiones y el tipo de tarascones no corresponden a una boca felina sino que encuadran mejor en una mandíbula humana,
Y acaba de llamarme "Juana". ¿Juana de Arco? Como no me avengo a terminar ardiendo en una hoguera y rapada, decido orientarme hacia algún rumbo desconocido. Escribo una notita de despedida, "hasta siempre, mi querido pintor. Te libero para que tu talento caiga en manos de alguien que se halle a la altura de tu arte", y firmo como me asumo en estas circunstancias, "Alice Kyteler". Genaro buscará en internet, hallará que la susodicha, condenada a la hoguera por bruja, escapó de esa sentencia huyendo a Inglaterra. Y ahora sí que me dedique una pintura.
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