CONTRATAPA
› Por Raúl Bergamaschi
En la esquina de la calle corta que iba para el mercado, a media mañana, cuando el ajetreo de distraídos compradores de mercaderías se hacia intenso y el movimiento parroquiano de los boliches de alrededor llegaba a su punto más álgido, un hombre de traje oscuro, camisa blanca y corbata al tono abría su atril. Luego, lo cubría con un paño rojo poniendo encima la misteriosa cajita cuadrada pintada con arabescos y dragones de zonas muy lejanas.
Salíamos disparando para la plaza ni bien escuchábamos el comienzo de su llamado que se componía también con acalorados gritos que acompañaban el sonido de aquel extraño cornetín. Así quedábamos todos invitados a congregarnos para compartir su espectáculo. Todos los gurises del barrio corríamos para intentar tener la primera fila y ver en detalle, como en cámara lenta, el desarrrollo de la función. En poco tiempo, reunía un buen número de niños y adultos que, con los ojos grandotes, seguían minuciosamente el discurso, los ademanes y gestos de aquel hombre entre medio y medio hechicero.
Con la astucia de un zorro daba comienzo a su espectáculo generando misterio. En el momento preciso, sacaba de un cesto despeluchado de mimbre una víbora que enroscaba alrededor de su cuello. Recuerdo que nuestra sangre se helaba ante aquel repugnante y temido animal. Pero a pesar del desagrado y el ingenuo temor, nos sobreponíamos porque era más fuerte el deseo con el que esperábamos la lucha entre la víbora y la feroz araña que estaba en la caja de arabescos multicolores. Cuando ese momento se acercaba, el mago de la calle corta, daba una espectacular media vuelta, estiraba su cuello e invitaba a los parroquianos que transitaban por detrás de la rueda de espectadores a acercarse al ruedo para ver la fabulosa pelea en la que triunfaría el monstruoso e invencible insecto de la selva tropical.
Los minutos pasaban y nosotros, que por ese entonces éramos gurises, experimentábamos estar embargados por sentimientos encontrados. Entre el miedo y la curiosidad, el espectáculo crecía. Todo estaba por acontecer y cuando el suspenso llegaba a su máxima expresión, el mago dejaba la víbora en su cesto, levantaba la tapa de una valija desgastada y comenzaba una nueva función tan fascinante como la anterior.
Sus manos se llenaban de lapiceras, cortaplumas y pelapapas que comenzaba a ofrecer, según él muy económicos porque venían directamente de una empresa internacional. A continuación, la gente presente sacaba sus pesos y compraba las mercancías. Así nuestros ojos paseaban extasiados entre la caja de arabescos y dragones y esos maravillosos objetos que el encantador de sueños ofrecía. La angustia de no tener dinero en nuestros bolsillos del pantalón corto y tiradores para comprarlos, se sentía en el pecho. Pecho que también nos recordaba el temor cuando la piel se nos erizaba pensando en la víbora y la araña.
De repente todo terminaba. No había más pelea hasta la próxima presentación que nunca sabíamos cuando sería. Los pueblerinos se iban retirando, mirando los objetos comprados. Nosotros, en cambio, nos quedábamos hasta el final esperando vaya uno a saber qué. Después, el mago, el hechicero, el misterioso hombre de arañas y víboras juntaba sus cosas cerrando el sueño y el misteriorio hasta la próxima. Emprendía con su valija, el camino hacia la fonda del mercado y nosotros salíamos corriendo, gritando y jugando con espadas imaginarias que peleaban en selvas tropicales contra monstruos, dragones y enemigos que llevaban tatuados en sus pechos los arabescos de la valija que nunca se abría y en la que vivía la araña.
Hoy, distante de aquel tiempo de mi niñez, sigo negando que el hombre de traje negro, camisa blanca y corbata al tono fuera un vendedor de chucherías. Fue y seguirá siendo el mago, el hechicero, el duende, el encantador de la calle corta del mercado.
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