CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
"La poesía tendrá siempre ojos de perro perdido,/siempre dará luz a lo imposible. (...) La poesía siempre será perder lo que consigo nombrar,/ dentro de una maleza roja./ Y una fiebre idéntica a la belleza (en su explosión). (...) La poesía: ruina de ruinas,/ la luna iluminando un descampado/ y otra vez el perro que persigo y me persigue./ Toda la crueldad del mundo en sus ojos ardientes/ (remedo de los míos en una tierra que danza)".
Estos versos los escribió mi amiga la poeta Paulina Vinderman, y nos alientan a seguir pensando en la imaginación que se mete en la realidad, que es dura y se resiste, como escribió aquel digno maestro que se llamó Raúl Gustavo Aguirre, pero que la poesía siempre habrá de vencer para dar su sombra al viajero.
A veces se me da, de puro empecinado, en pensar en todos los crepúsculos que me he perdido desde que me vine del pueblo. De ese sol inmenso que rueda agonizante tras el pinar azul de don Peralta. Y ese pelotón de terneros que como un ritual corre hacia él, hasta que el duro alambrado con sus púas lo detiene. Y entonces regresan cabizbajos y buscan con un rugido quejumbroso el balido angustiado de sus madres, porque perciben esa separación que les hurta la leche de sus ubres para ser vendida luego.
Son imágenes que deflagran, haciéndose un espacio por aparecer en lo entrevisto, o el sueño que se filtra de a poco cuando es el párpado que esconde la memoria, como la otra, la que recuerdo mientras releo estos libros que tienen sus anotaciones en los márgenes, con una breve letra que el lápiz ubicó como un pequeño fusil hacia el foco de la atención que seguramente alguien olvidará muy pronto; esa mano desconocida. Hasta que lo recuperen cuando otros ojos vuelvan a posarse en él, pero es otra la mirada, otro el destino de ese sentido que abre horizontes a otros ojos, desconocidos pero igualmente atentos.
Toda despedida es promesa y la pasión es la urgencia, que nos espera siempre para hacernos reír o llorar o simplemente no esperar nada.
Nosotros tampoco esperábamos nada al volver de nuestros días iguales, con nuestras hondas impiadosas que intentaban cortar abruptamente el vuelo de un pájaro y a veces en ese acto imperioso la vida quedaba cerrada con una mancha de sangre, un plumerío en el aire y la piedra asesina caída a un costado, olvidada en el pasto tan alto que cubría nuestras propias estaturas tan breves de entonces.
¿Ese "no esperar nada" resumía un estado de ánimo? ¿O era la sensación de vacío que se disfrazaba de distracción o de olvido de ese mundo pequeño y tan nuestro?
Asociaciones diversas como puntos de contacto que las alas de los pájaros conseguían urdir en el vacío azulado y engañoso del aire, que como sabemos bien no es cielo ni es azul y acá viene el lamento de aquel monje poeta: que pena que no sea verdad tanta belleza.
*Los poemas citados pertenecen al libro La epigrafista de Paulina Vinderman, hilos editora, Buenos Aires, 2012.
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