CONTRATAPA
› Por Hugo Alberto Ojeda
La vida es un juego inocente.
Irene nunca supo de la carta. El Pato no la escribió, toda la República de la Sexta la leyó en una de sus tardes más tristes.
El amor es el motor de la vida.
El Pato trabajaba en el Swift, era cumplidor y un día se cansó de los contratos basura, del maltrato de los capangas, de las noticias de los diarios vendidos por Rubeo padre, de la vista gorda del sindicato, de que lo echaran cada tres meses y lo volvieran a tomar. Sin quedar nunca efectivo y sin que le hicieran los aportes. La leyenda repite que el Pato la pegó un viernes en la Nacional con el 69 a la cabeza, y que así pudo comprar la heladera, el mostrador con la ganchera, la sierra, la picadora y la balanza reloj. Todo de segunda mano pero en buen estado. Para el alquiler del local en la ochava de la cortadita, le salió de garantía un hermano que trabajaba en Obras Sanitarias. El Pato abrió, hizo colocar la puerta mosquitera y en menos de una semana ya fue el carnicero del barrio. El Pato era hincha de Ñubel, el Lobito Méndez era de Central. Irene decía ser de Central, pero escuchaba por radio todos los partidos de la Lepra.
El amor de Irene y el Pato fue sólido, callado y real. Esta es su historia, duró 20 años. Se abrió la primera vez que Irene entró a la carnicería por medio quilo de cuadril cortado en bifes medianos. Es lo mejor para la plancha. El Pato afiló la cuchilla y en su ser empezó a brillar esa caricia nacida muerta, el favor imposible de la pureza. Todo transcurrió en fechas tan lejanas que las carnicerías cerraban los jueves por la tarde y las bolsitas de nailon era una novedad.
Irene rajaba las baldosas al caminar, era una de esas morochas sencillas y con toda la geografía. Una de esas minas de antes, que ya no vienen más, irrevocablemente educada para la familia y un solo hombre. Pero siempre con el brillo de la mirada encegueciendo el borde.
Tipo pintón, el Lobito se había ganado el sobrenombre en el Swift, no perdonaba una pollera. Al formalizar con Irene, juró sentar cabeza por todos los santos y la virgen. Ese juramento fue como imaginar un peronismo sin contradicciones. El Lobito Méndez era tropa del Papa Pérez, tenía permiso gremial y todas las excusas para no marcar tarjeta martes y jueves.
El Lobito y el Pato se saludaban como buenos vecinos, se cargaban antes y después de los clásicos. Pero nada más.
Al Pato le iba bien con la canicería, se compró un Bergantín. Seguía con su reservado amor, eligiendo para Irene siempre lo mejor, lo más tierno y desgrasado, fuera punta de vacío o puchero. Aunque supiera bien quien disfrutaría esa carne.
Como las luces y las sombras, la pasión no tiene límites.
Irene y el Lobito se casaron. Tuvieron dos nenas. Al quedar embarazada de la primera, Irene renunció a su puesto en el Swift. Hombre de las "62", el Lobito iba ascendiendo en su carrera sindical, viajaba mucho y siempre quedaba varado en algún piringundín de Rosario Norte. Irene fingía desconocer los detalles que pudieran herirla. El matrimonio era para toda la vida.
El Pato tenía sus cosas, pero nunca se casó. Empezó a peinar canas y su amor seguía intacto. Siempre del otro lado del mostrador. Hasta que una tarde, la Chela entró a la carnicería casi a los gritos. Irene había muerto, un auto la había atropellado en San Martín y Amenábar.
Irene era muy querida en el barrio, su velatorio fue muy concurrido. La corona enviada por el Pato fue la más grande y la más linda, de claveles rojos, sobresalió entre las de los familiares y el sindicato. En la banda de seda violeta, el empleado de la empresa de sepelios había pegado las letras que le había dictado "Siempre te recordaré. Con el cariño de siempre. Pato".
Aquel gesto no pasó desapercibido por ninguna vecina ni por el Lobito.
Unos meses más tarde, el Pato trasladó su carnicería para el lado de Fisherton. Algunos vecinos dicen que se mudó por tristeza. Otros, mal pensados, murmuran que una patota lo apretó después de que el Lobito encontró entre las cosas de Inés, un almanaque de la carnicería con el equipo rojinegro del '74.
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