Martes, 12 de diciembre de 2006 | Hoy
Por Margarita Scotta *
El rock y lo onírico. Pasan los días y todavía estamos bajo el impacto de esa escena. Deep Purple tocando para nosotros y no queremos despertar de ese recital onírico; entre la alucinación y el recuerdo nos inyectaron la voz de Ian Gillian. Los escuchábamos en casettes enrulados en cintas como serpentina y destrabadas con capuchón de birome. Todavía tenemos sus discos de surcos concéntricos. Fue también con Deep Purple que la adolescencia pudo crear un refugio del dormitorio y encontrar aislada de la familia cierto estilo del adolescente. Tapizando paredes con imágenes electrizadas de aquellos rockeros dotados, los hijos construyeron un mundo a resguardo del imperio de los padres. Fueron los auténticos educadores porque supieron acompañar como nadie la época del cuerpo torpe y la palabra atragantada. Con Deep Purple los jóvenes aturdieron a los adultos bloqueando sus palabras vacías; insultaron sus standarizadas vestimentas; delataron su déficit de espontaneidad y la monotonía de sus relaciones; los asustaron con la droga como de niños lo habían sido ellos con el cuco o el hombre de la bolsa; les recordaron con insolencia que existen distintas maneras de sentir y, sobre todo, les mostraron que no reducirían la música al baile ni la rebajarían al fondo ambientador e inofensivo de reuniones sociales; al contrario, con Deep Purple la música se recreó en todo su poder de generar estados ancestrales de posesión con valor de rito. Para tiempos de pasaje a nuevos ciclos vitales y hacer soportable la manifestación del cuerpo, sólo la música provee lo que ninguna familia comprensiva ni curso de educación sexual dictado por el ministerio.
El joven y el dolor. Subiendo el volumen, los jóvenes alteraron a los vecinos con un sentir rabioso, demoníaco, improductivo, bajo el golpe de la batería de Ian Paice. El rock fue y será la música de la juventud porque nació ensordeciendo la voz de las generaciones que la precedían.
Si no podían escucharnos; entonces, que no escucharan nada. O que sólo escucharan la música elevada al extremo ambiguo del ruido y el grito. Gracias a los brillantes músicos de apariencia irritante se rompieron umbrales tolerables a la percepción en el afán de quebrar normas impuestas por los mayores. Pudimos no escucharlos. Y así, toda una generación conquistó (también para las que vendrían después; si es que se atreven a retomar lo mejor de la rebeldía) una libertad inédita a partir de la sensorialidad musical. Con Deep Purple, la droga alcanzó valor de rebelión y desafiante cuestionamiento al mantenimiento de ideales de otras épocas. Sin ellos, la droga ya no rebela a nadie sino que atonta para mantenernos en la sociedad sin cuestionarla. Es que además tuvimos padres no psicologizados que reaccionaron con intolerante disgusto hacia nuestros gustos. Deep Purple les revolvía el estómago; les quedó vedado reconocer su excelencia musical porque no soportaban esa influencia para sus hijos. También es cierto que en ese rechazo se jugaron por lo que querían y lo que no para nosotros, sin temor a nuestro odio. Tuvimos padres valientes. Que no nos comprendieron. Y al no condescender con nuestras preferencias, nos permitieron sostenerlas como propias.
La música y la transformación. Con Deep Purple, el tiempo joven se reencontró con su naturaleza misteriosa: el replanteo convulsivo y la transformación calando hondo ¿Quién podría animarse a cambiar algo del mundo sino aquel que atraviesa una metamorfosis impulsada por un erotismo naciente frente a la mirada pasmada de otro a quien el cambio aterroriza?
El que está en movimiento y el que permanece detenido. Para quien se siente viejo, joven es otro. Y Deep Purple nutrió musicalmente esas posiciones como diferencia generacional. (De pronto, escaparon de afiches planos pegados con cinta scotch que arruinaba la pintura de la pared y saltaban frente a nuestros ojos fascinados, con esa manera de gozar tan envidiable ostentada por los músicos).
El humo y el agua. Por única vez, esa sola vez, miles de personas cantamos con ellos "Smoke on the water". Y sólo Deep Purple podía lograr una nueva escena, invertida y magnífica, el reverso de ese mismo tema: unir las generaciones (que antes había enfrentado) en un coro catártico de jóvenes y adultos que extendía sus manos vibrantes hacia las de Ian Gillian, tan profundamente conectado con el público en la reconciliación sin llegar a tocarlo (¿conseguir ir más allá del típico narcisismo del músico será otro logro más de la madurez de su juventud?) Gillian, con su tono muscular admirablemente vital y su fuerza, continuará sugestionándonos con lo inmortal porque nuestra juventud maduró junto con ellos sin dejar de ser joven. Por la mediación de sus canciones no se convierte en duelo ese recuerdo. No tenemos por qué duelar todo lo que perdemos. Podemos conservar para siempre el clima premonitorio de tormenta que se respiró minutos antes de que empezaran a tocar.
El golpe sin dolor.
Mirábamos sin hablar la gente apretada hasta las alturas; los padres de hoy llevando sus hijos adolescentes, para donarles lo que Deep Purple les había dado a ellos alguna vez, confirmaban el valor simbólico de este show inigualable; habíamos hecho la cola equivocada sin importarnos el tiempo perdido; éramos nadie entre la muchedumbre y, a la vez, nos constituíamos en testigos privilegiados de un acontecimiento único donde el pasado se metería en vivo en el presente.
Súbitamente se apagan las luces. Un rayo ancho de luz blanca encandila la gigantesca batería y al hombre canoso que hoy la sigue tocando con pasión virtuosa. Movimientos de brazos frenéticos alargados se hunden golpeándonos el estómago y la sorpresa es de tal magnitud como el vuelco de nuestro cuerpo bajo la orden de ese ritmo (que si no fuera por ese rockero nunca hubiéramos sentido). Estábamos solos y, de pronto, nos encontramos. Juntos, entramos en la oscuridad. Y el batero nos guía con ese hábito mal visto de usar anteojos oscuros de noche; es uno de los sacerdotes oficiantes de la ceremonia irrepetible.
El amor y la música. Por algo, el amor estuvo mencionado varias veces; "we love you", repitió Gillian. Sabemos que es mentira; pero igual nace un amor púrpura y profundo en nosotros para corresponderle. Jamás lo dejaríamos solo con esa declaración y, así, volvemos a quedar increíblemente vinculados al cantante a pesar de las fronteras que nos separan, otra lengua, otro tiempo, otro espacio. Estos músicos nos revelan que desde un amor mentiroso puede nacer un amor de verdad. (Sacuden sentimientos inesperados porque la música como creación ya no propone un fantaseo que deleita sino algo verdadero que conmociona. Y vuelve a definir nuestra realidad).
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