CONTRATAPA
› Por Beatriz G. Suárez
Una. No dos. Una. Una entre muchas. Una noche que sea francamente buena, y tenga una razón de ser específica. Que la vivamos comunes, pintores, actrices, cantantes de ópera, operarios, operados, niños, delincuentes, actores. A pesar de la marginación, la exclusión, la injusticia. Una noche que devenga, sin causa, en buena. Que, vertida en una prosa poética, logre librarse de los tedios; que, sin familia, lejos, sin pan dulce ni marido, hijos, abuelas, sea no obstante buena. A pesar de turros y turrones.
Que podamos olvidar por una noche a los que ya no están pero fueron recordados durante el largo año con emoción estética o plural. Que la pasión que espera sobresalto pueda sobrevivir resplandecida, como uno mismo en la multiplicación de veinticuatro horas que es la vida.
Una. No dos.
Una. Para descansar de lo que avanza y retrocede, de los cadáveres de sonido que zumban en las orejas en forma insoportable. Lo pequeño, la banalidad, la callada ensalada de frutas que nos trae mesas anteriores.
He ido al río y he pedido para mí y los otros una sola noche, una pericia cóncava donde el dolor decline su dominio. Que cuando diga "tengo sus fotos" no sean superfluas palabras de la ausencia ni el voluptuoso momento de hacerse el distraído.
Quiero el consenso de una noche, un respiro a la infinita soledad; que la toldería de terror que por momentos azota la ciudad amaine en petardos simultáneos. Una noche para camuflajes de lágrimas. Breve pavor, se vuelva breve.
Brazadas en la niebla me llevan a esa noche, oscura, las luces amarillas, nada veo, con paso lento voy la noche con marcas, pequeñas disculpas y el arrepentimiento olvidadizo.
Una donde se adviertan las diferentes líneas, que los adjetivos tengan colador y quizás puedan referir a falsos pensamientos.
Que la tristeza baje de su cúspide una noche y la catástrofe exaltada polarice sus vidrios.
No quiero diez, quiero una. Que se revierta el cielo, quiero ver a mi hermana, contarle un secreto. Quiero pescar con ella como a los catorce el día que sacamos una vieja del agua.
Necesito ignorarme una noche, hacerme la boluda, contagiarme la paciencia del campo. No tener la sensación de que todo ya pasó.
Lejanía ruidosa que alcanzara para la no suspensión de la belleza. Simular hondas inflorescencias con vistas al futuro, pensar que cuando arriba el cero ha llegado un amigo con los átomos justos.
Un corner, yo tercamente plegada, un silencio que dice, lo insondable pero no extra ni brut, mis abuelos, el clericó, tirar manteca al techo, se fue. Cuantas palabras en el arbolito de la miseria.
Una noche que salga de la zona de interrogación, que logre evacuarme en las inundaciones de mí que tanto tengo, del ataque de Bea que por momentos viene y no me salvo, de la conquista roja de las cosas. Una noche fuera de la cresta, solo espantar un mosquito en el precario equilibrio de mi cabeza.
Una noche buena y suelta, atada con hilitos, olvidando el omnipresente martillo rompe verbos, la naturaleza va plegada con amor discontinuo y un enjambre de navidades viejas.
Una noche buena pido para descansar de unos ojos antiguos que miran desde siempre en el alambrado de mis sensaciones. Restar mientras me ven vivir con la fragilidad, los estertores, el broncoespasmo de la ausencia, el humo de la risa que se fue.
Una sola noche donde se aguante la extrema energía y la fiebre de existir. El murmullo de esos huéspedes del alma que producen exceso en la memoria.
Aunque sea un vestigio de esa noche. O un sueño. Un resplandor, una línea, una dinastía celestita, mejorada, con la cual hacer una filiación más fuerte que la sangre (mucho mas fuerte que la sangre).
Que cuando nazca súbita esa noche me encuentre, sobre todo: bien despierta.
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