Sáb 13.01.2007
rosario

CONTRATAPA

Crímenes impares

› Por Gary Vila Ortiz

Mi costumbre de buscar en los estantes de las librerías de viejo no se ha perdido en el laberinto. Hojeo un ejemplar con poco uso de Los libros de Alicia, La caza del Snark y Cartas traducidos por Eduardo Stilman, con prólogo de Borges y editados por De La Flor. En su interior descubro papeles grises, pálidos, escritos con una letra clara, en tinta azul. En las páginas iniciales, junto a la ilustración que Sábat hace de Lewis Carroll, hay una nota firmada por un tal Nicanor Pérez. Le pide a alguien, en la nota, que lea y corrija los textos policiales que la acompañan porque pretende publicarlos con el título provisorio de Los criminales eruditos. Esos textos van apareciendo, siempre agrupados de a tres, a medida que avanzo en la lectura. Transcribo los que encuentro en la página 175.

Damas sofisticadas

El tema de Ellington estaba titulado en singular. Pero en este caso eran varias, aunque yo conocer conocía a una sola y era la única que me importaba. Ni se murió ni la mataron. Envejeció, se le fue mucho de su sofisticación, que no era del todo falsa, y le quedó eso otro que era lo contrario exacto de lo sofisticado, cuando esto no significa nada peyorativo. Hasta en eso tenía algo de cuidada elegancia. Era mejor que sus amigas, con quien compartía sus amigos, sus frivolidades y en ocasiones una pasta de maquillaje que era insoportable. A diferencia de las otras ella sabía dar información, siempre y cuando uno tuviera buen cuidado de separar la delicada línea entre la verdad y la mentira. ¿Dónde estará en estos días? Le debo haberme salvado del flaco Lepreatti, que iba a venderme un buzón de información falsa, haberme contado algo que seguramente era reservado y no se dieron cuenta de que lo contaron delante de ella y además algo menor, pero interesante, que era una mujer que necesitaba gritar desde el comienzo al fin del acto amoroso. Nunca pudo convencerme de que hiciéramos el amor con alguna buena dosis de droga encima. "Los que no lo hacen, me decía, son unos imbéciles". Yo pertenecía a esa clase de imbéciles. Sabía que los cigarrillos, los cigarros y la pipa me hacían mal, como el alcohol, pero con respecto a la droga era un mojigato aunque, en realidad, gracias a mis espasmos alérgicos, tenía algo de miedo. ¿Y por qué no tenerlo? Ella me ayudaba brindando una información que me podía servir de algo, como ya lo había hecho antes. Lo otro eran detalles de mayor o menor importancia. Yo era alguien que investigaba, casi sin quererlo, ya viejo y un tanto achacoso, eso que me había causado tanto mal y era necesario esclarecerlo de una vez por todas. Había tenido que abandonar el negocio, pero ahora había regresado, un poco oblicuamente, casi como por casualidad. Pero había quienes volvían a sentirse molestos. Y lo curioso era que la molestia la provocaba ya hablara del genocidio de los armenios, de los campos de concentración de los nazis, de la diferencia del Old Parr con los otros whiskies, por qué me aburría si leía a César Aira, y hasta por qué me gustaba la ensalada de ajo con rúcula. Me habían hecho perder unas cuantas cosas, pero yo tenía un concepto bastante particular de lo que significaba perder o ganar, y en general sentía más simpatía por los perdedores. Los ganadores, sobre todo en lo económico, siempre me parecían tener mal olor, un tufillo desagradable. Los perdedores también suelen oler mal, pero es porque no se bañan. De cualquier manera el olor de los otros es distinto, es el olor de la corrupción que no puede disimularse ni con los más caros perfumes del mundo. Pero los tipos, como la estupidez, regresan inexorablemente. Siempre los hubo pero antes, si el chanchullo se ponía en evidencia, los tipos o se pegaban un tiro o se batían a duelo o hacían alguna cosa que tuviera sentido de arrepentimiento (no todos, es cierto, pero algunos al menos). Ahora, meten los billetes en el banco de otro país, el que mejor les convenga, no solamente Suiza, y se mandan a mudar a algún lugar exclusivo.

La chica de 9 de Julio y Villalobos

Tenía una memoria increíble para los poemas de Wallace Stevens y para los de Stefan George. Tal vez haya sido eso. Pero no lo sé. Ni lo supe ayer, hace tantos años, ni todavía lo comprendo hoy. Su inteligencia era agresiva, pero como todos aquellos que son muy inteligentes, sabía pasar como ingenua con gran facilidad. Yo no le creía; le hacía suponer que sí y supongo que ella se daba cuenta pero no decía nada. Ignoro quien le había enseñado el arte de hacer el amor, pero su maestro había sido magnífico. Fue en la cortada Villalobos y 9 de Julio, en un auto con los vidrios apenas abiertos, mientras llovía y desde la radio nos llegaba la segunda de Mahler, donde ella demostró una pericia y una agilidad sorprendentes. Era como si en el auto no hubiera respaldos, ni volante ni manija de cambio de marchas. Todo, para ella, era una ayuda. Yo la dejaba hacer ¿qué otra cosa podría haber hecho? Lo que todavía no sabía esa mujer que en ese momento era dulce, bella y triste, era que iba a estar en el medio de una historia sórdida que ahora, después de tantos años, ha regresado en la forma de la memoria de otra gente que ignoro: no sé si se trata de un recuerdo inocente o no. Creo que no, pero ya no puede interesarme demasiado. Todo parece haberse jugado y si algo queda es muy poco. Y solamente valdría la pena el riesgo por una sola cosa. En esa esquina, en ese atardecer que pronto se transformó en noche, esa chica que no era tan chica, hizo maravillas. Ignoro si estuve a la altura de las circunstancias; para ser sincero no lo intenté, era difícil igualarla. Cuando la dejé lo más cerca que pude de su casa no sé que dije que le hizo gracia y entonces se rió con una carcajada lasciva, hasta hiriente diría, que me hizo pensar que lo que había pasado era, para ella, como si hubiera comido unos deliciosos espárragos a la vinagreta. A las dos o tres cuadras, bajo la lluvia que se había transformado en torrencial, me bajé y vomité con una náusea que me salía del corazón. Mi cerebro estaba enfermo o inquieto, pero mi físico se resistía. En general, ocurre al revés. Pero esta vez tuve que detener el auto en una esquina cercana a la facultad de Medicina y vomitar debajo de un farol apagado. Un relámpago largo me hizo ver sobre un paredón una de esas anotaciones de Cachilo, antes de que Mario Piazza lograra que Cachilo fuese famoso. ¿Por qué ella sin saberlo tenía que estar metida en un berenjenal de tipos tan malandras? Ella no lo sabía, pero no sé si lo supo después, cuando ya hacía tiempo que no nos veíamos. Yo creía ﷓ lo creía hasta hace unos días ﷓ que en todo había habido un poco de casualidad, lo que me hizo recordar el comienzo de "A Coffin for Dimitrios": "Un francés llamado Chamfort dijo cierta vez, a sabiendas de que estaba equivocado, que la palabra azar era un atributo de la Providencia". Yo hubiese querido que eso fuese cierto, un atributo de la Providencia. Pero sabía bien que no era así. ¿Por qué esta memoria de una esquina por la cual es difícil que pase? Por el encuentro con alguien que no hubiera querido encontrarme. Si el cachafaz de Saco Cruzado Penticasse no me hubiera dicho que el tipo se había ido de la ciudad con intenciones de no volver, no me hubiera asombrado tanto. Saco Cruzado me había dicho: "Vos sabés que se agarró un metejón de loco con una piba, vendió lo que tenía por Santa Teresa y se mandó a mudar, creo que a México y dejó todo; y todo lo otro le importó muy poco". No me extrañó. Siempre le importaron poco esas cosas que hasta a los mafiosos les importaban. Por eso, cuando lo vi en la esquina de Paraguay y Santa Fe, y ya no podía evitarlo, pensé o que me tropezaba con un fantasma o que el tipo había hecho un viaje astral hasta Rosario. Estaba más gordo que nunca, bien trajeado como siempre, y miraba no sé bien si hacia el sudeste, pero con seguridad que mirara hacia donde mirara estaba como observando la nada, esa que creo que no existe. Me tuve que parar y nos dimos un abrazo. No fue del todo falso ese abrazo. Pero con él nunca se sabía. Aparentaba como nadie. Y era evidente que seguía aparentando como antes.

El último mohicano

-Andás como siempre. Desprolijo, con un diente menos, el cordón de los zapatos rotos y con seguridad sin un mango. Además la camisa está un poquito oscura. No has cambiado.

Como tenía razón, le contesté que él seguía igual que siempre y que hasta parecía más joven. Hasta estaba un poco bronceado, lo que era raro en él, sería raro en un fantasma y también en un viaje astral.

-Te invito con un café y un trago. Yo pago, vos no podés.

Acepté. Venía de la cigarrería donde compro mis cigarros dulzones, melancólicos y sobre todo baratos. Tal vez en el café podría fumar uno, aunque eso me costaría una invitación, aún a sabiendas de que él no aceptaría (no fumaba cigarros, pero si alguna vez lo hacía tenía que ser un cigarro cubano y de los más caros).

-Este café no es malo, además tienen buen whisky. Pidió dos cafés y dos Chivas. ¿Querés comer algo? Tenés cara de hambre. Le dije que gracias, pero me tenía que cuidar en la comida.

-¿Para qué?, me contestó. Si lo mismo te vas a morir. Además siempre estabas o te hacías el enfermo. ¿Te acordás?

Sí, me acordaba y demasiado bien, pero no dije nada. ¿Para qué decir algo cuando ya todo había llegado a su fin? Al menos eso creía yo, que no soy justamente un optimista. Luego de un trago se puso como triste, lo que me extrañó. Era un signo de humanidad que no le conocía.

-¿Sabés quién se murió? El flaco Eneas. Un cáncer fulminante. Ya no me queda nadie. Vos andabas, sabías como andar, pero como no tenías un mango no andabas aunque supieras.

Me quedé callado. Como el presunto amigo con quien hablaba tenía la costumbre de hacer morir a la gente antes de tiempo, pensé que a lo mejor lo que me decía no era verdad.

-¿Hace mucho que no lo veías?

Lo había visto hacía como nueve años o más. Lo encontré en la costanera, estaba sentado en un boliche y tenía una borrachera fenomenal. Me paró y me hizo sentar. Entonces me contó algo sobre un amigo común que ya había muerto y me dijo algunas cosas que no llegaron a sorprenderme del todo, pero era como un mensaje de indulto que llega cuando al tipo ya le habían cortado la cabeza. Se lo dije. Me cortó.

-Y lo que te dijo era verdad; un poco tarde para que lo supieras pero en fin, se animó a contarte. Y sé bien que son varios los que deberían pedirte disculpas. Yo no pido disculpas a nadie, pero a vos estaría a punto de pedírtelas.

Yo me quedé mudo.

-¿Cómo era, el último de los mohicanos? Así me siento.

Su parentesco con los mohicanos era algo más que remoto. Pero lo que quería decir era que estaba un poco bastante más viejo, que algo tenía que cuidarse, que ya no tenía con quién hablar.

-Te buscaste socios medio enclenques. Y los que son un poco más fuertes te traicionaron. Ignoro por qué le dije eso, pero creo que lo impresionó. Al menos, se enojó.

-Me tengo que ir. Tomá, me dijo tirando sobre la mesa cien pesos; pagá y quedate con el vuelto; comete algo, comprate unos cordones nuevos. Salió del café, pero no parecía un tipo que llevara las de ganar. Yo pagué, me quedé con el vuelto y con lo que quedó me compré otras cajas de cigarros baratos, dulzones, melancólicos. Prendí uno en la calle y curiosamente me sentí feliz de no ser como el tipo que había encontrado. Ignoraba si lo iba a volver a ver; no lo vi más, pero tuve noticias de él y creo que hubiese preferido no tenerlas. Era la confirmación de algunas cosas que no deseaba tener confirmadas en absoluto. Cuando llegué a Salta decidí tomar un taxi. Volví al departamento. Me tomé unas pastillas y dormí lo que pude, que no fue mucho.

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