CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
¿Dónde comienza el relato de Nicanor Pérez? ¿Cuál de los papeles grises y pálidos disimulados entre las hojas de Los libros de Alicia es el primero, la entrada a la historia de Los criminales eruditos? ¿Tiene esa historia de Nicanor Pérez un principio? ¿Habrá conseguido ponerle fin? En la página 222 me espera una sorpresa. De los textos, que siempre aparecían agrupados de a tres, falta uno. Reviso detenidamente pero no hay caso, hay un texto que no está. Tal vez manos desconocidas lo eliminaron antes de que yo encontrara el volumen de Carroll en la librería de viejo, o estará traspapelado en algún otro capítulo, o hasta es posible que el mismo Nicanor Pérez haya preferido conservarlo en su poder por una razón que no comprendo.
El grupito de los monos sabios
La memoria nos llega desde donde quiere y como quiere. La memoria involuntaria, digo, la de Proust, quiero decir. De la chica de la esquina de 9 de Julio y la cortada Villalobos, pasando por el último mohicano, se nos hace presente el grupito de los monos sabios; me entristece pensar en ellos porque alguna vez fue el grupo de mis amigos. No recuerdo en qué libro sobre Proust leí que el concepto de memoria involuntaria tiene mucho que ver con la sinestesis, "ya que una sensación presente nos lleva, sin buscarlo, sin darnos cuenta, a otra sensación, pero pasada, ocurrida en otra época". Cuando al día siguiente de encontrarme con el último mohicano llegué hasta un bar donde tenía que esperar a alguien, la memoria involuntaria, la mesa que elegí, todo, me recordó sin querer que fue allí donde nos reunimos por última vez. De todos ellos solamente dos supieron ser leales, no conmigo, eso hubiera sido lo de menos, sino que sus deslealtades, cada una a su manera, afectaron algo que estaba muy por encima de nosotros. Pero así fue. Me enteré después y poco a poco; el tiempo iba agregando detalles, todos ellos lamentables y sin disculpa alguna. Siempre habíamos hablado de frente, cara a cara, y poco a poco, enterado de cómo fueron pasando las cosas, comprendí que eso había sido dejado de lado. Fueron desleales hasta enterrados en un lodo en el cual deben complacerse. Llegaron a ser informantes, cuando eso podía costarnos muy caro. Y cada uno lo hizo solito sin que nadie lo mandara. Ninguno se atrevió a enfrentarme. Borges diría que tendría que ubicar las acciones en otro país y desfigurar los nombres. Ni mencionar esta ciudad donde las cosas ocurrieron. Se equivocaron al pensar que aquellos que recibieron la información -"Un loco peligroso que puede llegar a cualquier cosa, un alucinado las veinticuatro horas del día"- que aquellos, digo, que fueron recibiendo la información la usarían, pero no se dieron cuenta, o no quisieron darse cuenta, de que esos andaban en otras cosas que les importaban más. Y esos sí recibían ordenes. No voy a deformar sus nombres, ni siquiera eso vale la pena. No se dónde están y tampoco qué hacen. Pero por lo que me fui enterando en estos últimos años, y por un azar que no tuvo contemplación alguna, me hicieron volver a sentir una bronca honda que recién se me está pasando un poco. Nada puedo hacer, sino tratar de escribir este relato mientras una lenta convalecencia me lo permite. Unos golpes bien dados abrieron viejas heridas, si bien no sé de dónde llegaron esos golpes o si fueron una mera casualidad. Ignoro hasta qué punto quisieron hacerme daño, pero no creo que hayan querido llegar a tanto. Hubo otros, que por razones circunstanciales, optaron por el disimulo. Fueron verdaderos maestros en este estilo, tanto que ahora nada de lo que hacen parece sincero; su vida en general es una permanente forma de disimular. Ignoro cuál de los sentimientos que expresan no tiene múltiples intenciones. ¿Para qué todo esto? Tal vez la imposibilidad de poder actuar; no es del todo malo intentar un relato imaginario, ajeno a mí, ajeno a los otros que conozco, pensarlo en otro territorio y no en el territorio que amo, donde quienes sufrieron el impacto lo siguen sufriendo, cada uno a su manera. Me causó gracia y una gran tristeza ver cómo dos de los monitos sabios se cruzaron de vereda, se hicieron los distraídos para no saludarme. Hacía tiempo que las ganas de tomar un whisky no coincidían con el dinero necesario para hacerlo. Tomé dos, no solamente uno, y me fumé tres cigarrillos de esos que me cuestan dos pesos, que tienen el gusto parecido a los que fumaba y que puedo nombrar porque desaparecieron: los Kent y los Pall Mall Rustic. Mientras tomaba los whiskies recordaba muchas escenas que habíamos vivido juntos, momentos difíciles que parecía que harían imposible la deslealtad. Pero la tuvieron y viven muy tranquilos con ella.
El jueguito del ludo con taxistas
Aún cuando en algunos momentos tenía auto, me persiguió el vicio de tomar taxis, siempre que pudiera tomarlos, claro. Fue así como creo que es un gremio en el que tengo una buena cantidad de buenos amigos. El que inventó una especie de ludo con taxistas ignoraba este hecho de la misma manera que ignoraba muchas otras cosas. Era un tipo que se disfrazaba de Eliot Ness y lo que es mucho más grave sentía que era alguien parecido al mítico policía. Lo hizo, no sé si para volverme loco solamente a mí sino también a otros que lo molestaban. Fueron los taxistas quienes me salvaron pues me contaron de qué manera estaban haciendo los movimientos del juego. El juego no se interrumpió, pero se fue apagando. Y nadie dijo nada. Todos sabían, pero se hacían los burros. Pocos saben de qué manera me fui sintiendo. Era -tengo una deformación profesional inevitable- como sentir que me había despertado siendo un insecto y poco importaba que se tratase de una cucaracha, de un escarabajo, o de un parásito. Traté de hacerme entender, pero como a Gregorio, al comienzo la voz no salía demasiado clara. Sentirse un monstruo es mucho peor. ¿Qué podía hacer? No sé jugar al ajedrez, no creo que me gusten los gimlets, no me parezco para nada a Humphrey Bogart, mucho menos a Robert Mitchum. Por lo cual las cosas se podrían ir resolviendo si me acompañara Marlowe. De esa compañía no puedo prescindir, pero con otras compañías: el té con caña, el juego de las damas (y las damas, por cierto) y, como soy cada día un poco más bajo y gordito, más bien soy un Marlowe de los tiempos en que tenía otros nombres o era simplemente anónimo. Lo que tengo en común con Marlowe es mi encuentro habitual con tipos siniestros. Algunos son fáciles de distinguir, pero otros saben jugar al "yo me lavo las manos porque soy inocente" y suelen ser los peores. Pero sea como sea, las cosas ocurrieron en Hong Kong hace mucho tiempo, aunque por aquel entonces los chinos llamaban Paraná al Mar Meridional de la China. Entonces, ¿a qué se debe que tantas cosas hayan regresado después de tantos años? ¿Por qué algunos encuentros que me hacen tan poca gracia? ¿El mito del eterno retorno? No, las cosas no están para aquel viejo magnífico que habló de eso. El otro día me perdí por una calle, me perdí sabiendo que era tal calle y hacia dónde iba. Pero lo mismo estaba perdido. No era un laberinto borgeano. Era una calle vieja de Rosario, con esas cosas misteriosas que tienen la mayor parte de las calles de Rosario. Casas, vecinos, todo eso que puede pasar entre cuatro calles que forman una manzana en cuyo interior puede ocurrir cualquier cosa. Que sé, mejor dicho, que ocurre todo aquello que nadie se imagina tal cual es. La falta de imaginación hace que no se tenga miedo. Además, en ciertos casos, en esto que cuento por ejemplo, los malos son los malos y los buenos son los buenos. Esto implica el tan censurado maniqueísmo, pero es así. (Esta noche, creo, caerá una nieve como la de Eternauta. Pero no se la verá ni nos matará. Ninguna invasión de monstruos creados por la alucinación ni esos seres llamados "manos" que me impresionaban tanto. En el país ocurrieron cosas peores. Mucho más terribles. Mucho más humanas. La maldad en esa dimensión que sólo puede alcanzar el hombre, no en los demonios o algunas otras imaginaciones en donde nos proyectamos para engañarnos con una maldad exterior a nosotros. Un escritor cubano que terminó suicidándose decía que el sida, que lo iba matando cruelmente era, al ser una enfermedad tan perversa, algo inventado por los hombres. Reynaldo Arenas le ganó -es una forma de decir- al sida: se mató antes. En ocasiones el suicidio parece humanizar lo inhumano. Este paréntesis, distracción imperdonable en un intento de narración policial -salvo que uno sea Faulkner, que no lo es- se cierra aquí). Alguien acaba de dejar por debajo de la puerta un mensaje de advertencia.
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