CONTRATAPA
› Por Por Víctor Zenobi
En cualquier lugar, los libros bastan para mostrar la infinita exterioridad del mundo y de los mundos posibles e imposibles; la extensión de nuestras lecturas nos muestra, a medida que progresa, la infinitud de lo que desconocemos. Esa infinitud es agobiante si queremos comprender todo, esa infinitud es angustiante en algún lugar extraño que emerge en nosotros y, es curioso, un tanto inexplicable, sentir que la cadencia de una frase o la música de un verso nos justifiquen o nos ayuden a enfrentar el desamparo de la muerte: "Ahora, yo/ inclemente, / clamo sólo a mi sombra: la luz, diré, porque la luz no es ella. Y en esa voz, ya estaré muerto". Transcribo estos versos de Aldo Oliva y mi escritura vacila... Recupero su voz y el anticipo de firme mortandad que rige el verso, prefigurando una certeza y el misterio; voz que se desdobla y se pliega en múltiples acordes y que retorna.
Más allá de la certidumbre y de la comprensión... Aldo está muerto.
Ciertas músicas transmiten la inexplicable comprensión de nuestro oído. Inexplicable en el sentido en que reconocemos la poesía por un sentimiento, porque algo cambia en nosotros, más allá de que un poema tiene leyes, leyes inevitables, en un soneto por ejemplo, pero secretas o desconocidas todavía en lo que se refiere a versos libres. Tal vez sean leyes que pertenezcan al discurso, pero no lo sabemos, y aún más no podemos pensar en eso cuando construimos un poema. Sería exacerbar al autómata que sin duda algo produce, anulando el sentimiento, la emoción que nos impulsa a escribir un poema, incluso una emoción lógica: "danza en el sueño el logos coronado". Quiero decir: el efecto que la poesía produce comporta una emoción. Algo que no es reductible a mero discurso pese a que no sea más que una cuestión de palabras: Hamlet respondiendo a Polonio, pero... incluso... ¿qué queremos decir con eso...? si necesitamos aseverar que todo es cuestión de palabras, entonces, más allá de las palabras hay otra cosa, otras cosas: "ojo/ hialino de lo real./Velemos, Hamlet, su arduo advenimiento".
Ese hecho, mejor dicho ese acontecimiento o acción performativa, (para no ser refutado o corregido por teóricos del discurso), no puede borrar la experiencia singular que emerge en una modulación que le sería pertinente. En este caso, la de Aldo Oliva, quiero decir: la compleja combinatoria, el misterioso entramado que hace de una experiencia regida por las palabras y más allá de ellas, un pensamiento y una afección localizable en la continuidad de la lectura y en la vivencia poética. Nótese que digo, que escribo "vivencia", no discurso. ¿Cómo encasillarlo como tal, cuando la pasión por lo poético nos trastoca la vida? Y no es cuestión de recordar el axioma existencialista: "el hombre es una pasión inútil" que se extiende en la muerte del sujeto y todavía más... Fácilmente sentimos que quien dijo eso era un hombre apasionado cuyo carácter desmiente su propio enunciado; un hombre atravesado por la doble vertiente del razonamiento como artificio lógico y la pasión como vivencia intensa que justificaba su vida. Al fin de cuentas, la obra más importante que un escritor como cualquier otro hombre deja, es la imagen de sí mismo. Aldo Oliva no es la excepción. Siempre que he tratado de adentrarme o seguirlo en su exploración o en su aventura, cierto recato me detiene... mi escritura ha vacilado, vacila... ¿Cómo opinar siquiera de una construcción escrituraria tan compleja que descompone hasta el grafema la palabra, para intensificar acaso el recuerdo de que su identidad es ilusoria y que las palabras se definen por lo que no son?
Hago un mínimo de historia. Hacia 1986 adquirí, casi por compromiso con su prologuista, un libro que había editado la entonces Subsecretaría de Cultura de la Municipalidad. El libro se llamaba, se llama, César en Dyrrachium, de Aldo Oliva. Creo ahora, que de buenas a primera lo ignoré, lo cual es comprensible sólo por la costumbre que solemos tener los rosarinos con los rosarinos; lo ignoré pese a que su título implicaba una afección muy cercana para mí, la afección a César. Tal vez un nombre suele poder más que nuestro desapego o nuestra indiferencia, tal vez... no lo sé. No sé cuál fue el momento en que advertí la sonoridad tan fuerte de las erres repetidas, las aliteraciones constantes o alguna que otra razón ya suprasegmental, no lo sé... "¿Qué es un saber?/ ¡Ah! Etrusca pompa, /escenográfica, de la/ vida, de la nada,". No puedo, no podría rescatar ahora el momento en que el azar hizo que leyera y releyera sus páginas y que esas páginas convirtieran el nombre de Aldo Oliva en un nombre insigne para mí. Mi escritura vacila... pero, "Una puerta será todas las puertas".
Ha pasado algún tiempo e innumerables razones me permiten dar cuenta de lo que acabo de enunciar; no sin riesgo, por supuesto, pero prefiero desmesurar mi desmesura, sin dilatar explicaciones que no hacen más que entorpecer lo que ha sido escrito o más que escrito, grabado de manera inmejorable: "Piélago/de seda sin piedad/ en la sutura/ de la alfa y de la omega" .
He tomado estos versos al azar porque cualquier página de César en Dyrrachium es la inscripción de una poesía excelente. Una poesía que se inscribe a partir de un ámbito textual determinado; el de una lengua prefigurada en un tiempo en el que el latín todavía no soñaba su muerte: "mueve César su insignia y, escamoteando el paso, por densos matorrales, a toda prisa marcha sobre la ciudadela del área de Dyrrachium"
El texto de Lucano, un poeta hispanolatino (esta referencia me parece importante) ha sido trascripto a excelentes alejandrinos para su versificación castellana. La tarea debe haber sido muy ardua y sin embargo su formalización se deja discurrir adecuadamente, como conviene de un latino a otro latino. Al fin de cuentas es un poeta castellano que discurre con su posible coetáneo en la pasión, el que se expande en la pasión de esa trama reversible: "¿No es tu misma pasión la que soporta la inscripción de esta mano?". He escrito discurrir y no por azar; a menudo leo versos que aspiran a la excelencia, versos puntualmente logrados, que inexorablemente decaen en el verso siguiente. No ocurre así con los versos de Aldo que fluyen serenamente buscando una culminación necesaria. Son versos que se dejan restituir en el oído, murmurados o dichos en voz alta porque su delicadeza y su perfección formal así lo exigen.
Mi escritura vacila... pero me empeño en el empeño con versos que responden a "Aliter" y la estrategia, ya desde el nombre, de desplegarse en múltiples sentidos embozados: "Un tiempo/ de furia circular inseminado/de seminal infinitud movido/ nos acuna, coetáneos/ del esplendor que infectaban las Harpías/del hedor que oprimía a las auroras." Es lícito observar un sentido que preanuncia a las formas que lo expresan en tanto que las formas del poema presente reformulan y expresan retornando al sentido que se acuna en el tiempo. Un tiempo reversible, inmerso en la plétora de infinito recomienzo, donde las partes de la trama fundamentan el diálogo diseminado en la pluralidad y el enigma de la memoria. Paradojas del límite. Limitación de la estructura. Reconvención de la palabra... Mi escritura vacila...
Transcribo otros versos: "Levísimo pañuelo/de tránsito encantado,/¿le dará tu caricia/ consumación al vago/ presagio de la noche/rosada que crecía?". Como todo decir humano, el diálogo es una forma esencialmente discursiva donde el uno es el dos y el dos al menos tres... quién sabe cuántos. Estos versos parecen corresponder a una íntima exigencia y a una intimidad sonora de vocales graves, predominantemente abiertas, de adjetivos eficaces que muestran lo que nombran y a lo que se adscribe, como ese "levísimo" aplicado al pañuelo que parece levitar en su tránsito. El tránsito, que es un caso puntual del pasaje, advenido desde el nacimiento al misterio de existir y por consiguiente... para qué seguir: "Matrices de ultrasueño,/tempranas, nos convocan/ para el renacimiento/ o la locura. Dulce /e inescrutable existes". Mi escritura vacila...
La intimidad de quien celebra y también padece, parece descubrirse y ahondarse en la propia escritura. Enigma del origen, de la palabra forjada antes del sueño; de la palabra en la sucesión que es inicio del tiempo y sin embargo... ¿Qué de la eternidad, qué de los sueños, del pliegue donde toda palabra se retuerce? Mi escritura vacila...
El nombre de Aldo Oliva es el nombre de uno de nuestros mejores poetas. Cierta misteriosa musicalidad de las "cosas" se redescubre en la cadencia inusual que redimen palabras ahora inusuales. El misterio de los nombres. El nombre reducido a la palabra. La palabra atenuando su sentido inerte. La palabra descompuesta en sus fonemas o retomando un nombre insigne que no puede ser considerado como tal, ajeno a toda transparencia... "Aldebarán, gema cegada por la deflagración del equinoccio...". Mi escritura vacila... Aldebarán (o Palilicium: el postrero, que es su nombre latino), Aldebarán, que es el ojo del toro... constelación extraña de una escritura tan antigua que despoja de sí a la propia huella, porque no es cierto que el nombre descubra al ser que lo soporta. Un nombre es una palabra y como toda palabra se arroja sobre uno desde afuera y desde afuera impone sus sentidos: "(esa loca esmeralda / que un sueño llamó Adriático/ y la Galia ulterior, vagues de reves)".
Palabra del origen porque sabemos que no hay explicación del entramado que pueda rebasar la interioridad que la sostiene. No hay explicación desde el afuera. La palabra que lo explica todo, que lo construye todo o casi todo, no explica a la palabra: "Despojada de mí, mi propia huella,/por las viejas veredas arrasadas,/borda el razonamiento mutilado/ del clamor errabundo del deseo:/prosodia del dolor, acento de ira,/ vestigios ultrajados de la letra/de amor radial que se quebró en la boca". Mi escritura vacila. El acento, el tono, la duración sonora de las erres que se arrastran, duración del dolor y del deseo que culmina en vocales abiertas, predominio hacia el afuera que restaura el misterio. Sonoridad que sólo puede figurarse a sí misma de ese modo y ningún otro. Sin posibilidad de subsistir en otro acento, en otra oclusión, sonoridad que pide a gritos ser exclamada en voz grave, restituyendo al circuito de una ausencia en el lenguaje, la tal vez ínfima trasgresión en que se ha originado... El nombre de Aldo Oliva es un nombre muy digno para mí...
Muchas de las escrituras de nuestro medio merecen el silencio. Incluso las que sufren de un complejo intelectivo que las condena a una sufrida y hasta estéril erudición o enumeración ostentosa, a una necesidad de exponer una faceta inteligente, superlativamente técnica, como si ese fuese o debiese ser el destino crucial de las palabras. Un sesgo de opacidad ya declarada que se instaura aboliendo deliberadamente lo extrarreferencial, como si surgieran de la nada. Como si los hombres que las inscriben fuesen mecanismos de diccionario, devotos de un concepto logrado, autómatas universitarios o férreos esperpentos de un discurso que no pueden aceptar su limitación, incluso la riqueza de una cierta cortedad. Tal vez haya que aceptar que la muerte origina la más absurda de las movilidades... digo: la muerte como "eterno silencio", algo inquietante que nos hace recusarla, tratando de que un sonido se convierta en otra cosa, porque olvidamos que un sonido es siempre la cualidad de otra cosa, tanto que puede devenir en una voz, una música o un sueño...
Yo he frecuentado a Aldo en los bares de nuestra ciudad, en los lugares donde su pertinencia se hacía más poderosa y su pasión más vehemente. Lugares donde la transparencia inocentemente se ha restituido y el mundo y las palabras son un incesante correlato que mutuamente se autogeneran. Me ha dicho exultante y exultante lo recuerdo: "Soy nada más que palabras". Por supuesto yo sentí que iba más lejos. A través de sus gestos, de sus ademanes, del contacto de nuestra momentánea soledad enriquecida por su recuerdo de innumerables lecturas, restituía a las palabras, la milenaria persistencia de su oficio, con toda la increíble gravedad de su talento y con toda la insubordinación que da su pasión: "Entonces,/ cierras la ventana/ y, oscilante,/en el péndulo aleve,/ glisando el ébano perenne del reloj,/ está la muerte,/ mirándote".
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