CONTRATAPA
Los húmedos rodamos por la calle habitando palabras y agravándole culpas al gobierno. Pasamos inundaciones, mosquitos, crecidas de río selladas con el cartón negro de lo que ya no somos, por la densidad opresiva de un planeta caliente.
Nos volvimos esto, nos llenamos de pomos, se olvidó el invierno y, con semejante autoridad de agua, poco nos queda de amaneceres limpios.
Tenemos nublado el alma y granizada la razón. Un cruel ministro resbaloso impide cualquier resquicio seco; todo en nosotros tiene verdín, atrás quedó la arena, mucho más atrás la causa de la cosa, la tala del otoño; un adversario que en realidad no conocemos (puede o podría ser un Dios apresurado, en baño eterno) se limpia un infortunio.
Curiosa la vida del húmedo. Una persona que alguna vez estuvo al sol, que creyó en la soga y la terraza, no conocía el lavadero ni el feriado lluvioso, su casa no emanaba su olor primitivo, el banco de la plaza se dejaba sentar sin tener que pasarle un roli a cada cita.
A los húmedos nos va a faltar vivir cosas cuando lleguen los gastos del entierro, tanta fluvial, tanta ficha doblada, sal dura, heladera transpirada, olor a perro, ejércitos de Rhodesias blandas, manchas en la pared sin fecha memorable que crecen hasta tapizar la nueva era global recalentada.
El húmedo saca el disfraz de conejo o el adorno del feliz cumpleaños anterior, el arbolito, un vestido o camisa de antiguos casamientos y encuentra un recubrimiento paulatino de lobo de mar en plena pampa, guardadas en cajones y gavetas permanecen las cosas ( y la evaporación) y el hilo mismo de la vida se lubrica día a día hasta desaparecer como un camalote en pleno río.
A las seis de la mañana recobra la esperanza pero luego las veredas lo regresan a esta existencia de patín.
Los húmedos no sabemos exactamente donde quejarnos, no hay un cero ochocientos para agua ensimismada, ni se pueden olvidar los lunes de abril del siglo anterior donde el mundo tenía clima y el húmedo no había perdido el dominio público de sus secantes.
Acompañan numerosas especies de insectos dañinos, invaden hogares, ya no están apartados ni restringidos al atardecer, almuerzan y desayunan con nosotros que guardamos dinero, en misericordia con una desinfección a fondo de la casa.
El húmedo ha adquirido una tardía costumbre de guerra con el exterior, se recluye, espera que pase, compra membrana asfáltica con el mismo ahínco que antes botellas de vino, tiene repelente cerca como un revólver debajo de la almohada, desea una vacuna contra el agua, una guarida o un quinto piso que aísle la tragedia.
Pero no. Aquí estamos con el pánico que correspondiera a una matanza, pisando diez mil baldosas flojas, encastrando jeans, trajes y botas de gamuza, con camperas de cuero a la naftalina en placares cerrados, vestidos de algodón que absorba hasta la infancia.
La infancia en que sentíamos frío y no dolía, y las ventanas abiertas no resultaban un peligro, la sombra era buena y la felicidad sobrevenía con los presagios de la lluvia.
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