Sáb 28.04.2007
rosario

CONTRATAPA

Esperando a mister Wingren

› Por Gary Vila Ortiz

Ya sea porque tiene una voz apagada o porque habla como mascando las palabras o por el volumen un tanto generoso de la música que escucho en mi departamento o por mi creciente sordera, lo cierto es que las frases de mister Wingren suenan lejanas por teléfono. Quiere que nos veamos para entregarme nuevas páginas de la saga de Nicanor Pérez y propone un encuentro en un bar por calle Tres de Febrero. Antes de que pueda señalarle que nunca lo he visto y que por eso me resultará difícil reconocerlo (supongo que él si sabrá quién soy), el joven ayudante de don Nicanor corta la comunicación. Me visto sin ganas; el aire húmedo de la mañana y el cansancio tenaz que me adormece, molesto, desde hace unos días no son el mejor incentivo para salir. Ya acomodado en una mesa junto a una ventana, el té sin azúcar y el bizcocho de grasa mejoran mi ánimo. ¿Cómo se verá mister Wingren? Por su edad, no puede ser ese hombre bigotudo y maleducado que pide un café de manera brusca; tampoco el anciano que entra rengueando por la puerta de la ochava; y menos aún el silencioso niño que, paciente y prolijo, destroza las hojas de un diario mientras su madre, una rubia gritona (quien de seguro no es Wingren) conversa ensimismada por celular. Nunca he sido muy puntual, pero después de una hora creo haber esperado bastante: o bien no entendí el lugar o el momento de la cita, o bien mister Wingren no vendrá. Es sólo para reemplazar la falta de textos de Nicanor que decido hurgar en mis recuerdos y rescato la anécdota de una de sus tantas charlas (previsiblemente confusa y algo disparatada) que me tocó presenciar, la transcripción más o menos fiel de una serie de reflexiones que le escuché más de una vez, la sutil nota que me dejó en un bar para explicar su ausencia y uno de mis sueños en el que aparece mi viejo amigo. Hasta la vista, mister Wingren. Ya nos encontraremos.

¿Existe en realidad Nicanor Pérez? La pregunta, más extensa, la hizo uno de los pocos asistentes a una de esas charlas en las cuales don Nicanor reiteraba sus obsesiones. En este caso, había tratado de realizar un recorrido por los diarios de Jules Renard, de André Gide y ese libro que él consideraba un diario ﷓aunque técnicamente posiblemente no lo fuera﷓ , "La tumba sin sosiego" de Cyril Connolly. El que hizo la pregunta había ido no tanto para escuchar lo que allí se dijera sino para comprobar si Nicanor Pérez existía en realidad o bajo ese nombre se ocultaba alguien que él pudiera conocer. El hombre, parecido a Chesterton, al Chesterton de una fotografía que lo mostraba en toda su inmensa humanidad (pero en este caso no de la misma plenitud y nobleza que irradiaba el escritor inglés), hizo la pregunta de manera directa, con un tono que revelaba hacia dónde apuntaba, hacia qué presunto desenmascaramiento parecía querer llegar. No tan sólo Nicanor Pérez lo observó con alguna sorpresa sino que los otros pocos asistentes a la charla también nos mostramos asombrados. "Usted quiere decir, contestó don Nicanor, que yo, que creo estar aquí hablando, en realidad no estoy de ninguna manera en este lugar o que simulo ser alguien que no soy". Lo dijo en tono de afirmación, no de pregunta. El que lo había interrogado le dijo que por un lado todo podría tratarse de una ilusión, y que por otro también existía la curiosidad de saber si lo de Nicanor Pérez era un seudónimo, una mala imitación de los heterónimos de Pessoa o la exteriorización de una personalidad que se multiplicaba con facilidad en un acto efectivo y camaleónico. Don Nicanor terminaba de leer un párrafo del "Journal" de Gide y cerrando el libro pensó (y lo dijo) "que era indudable que su charla no iba a ser lo que el suponía que sería. Por ejemplo, continuó, no me costaría nada suponer que soy un mero fantasma y que usted y todos los que están aquí también lo son. Pero sería una respuesta mentirosa, una verdad a medias. Lo que acaso pudiera ser cierto es que somos fantasmas en el sentido de creer que somos lo que somos, pero en realidad no somos nada de eso. Además, agregó don Nicanor, que se había incorporado y se había sentado en la parte frontal del escritorio, si solamente pensamos que desde Aristóteles se ha venido discutiendo esa cuestión del ser, pongámonos de acuerdo y digamos que nosotros, fantasmas plenos o fantasmas a medias, somos eso que tantos dolores de cabeza les trajo a los griegos, a los filósofos árabes (quienes creo no tienen una palabra que corresponda a lo que nosotros entendemos más o menos como "ser"), al pobre Hamlet, que no sabía si era o no era, llegando hasta Heidegger y Sartre, cuyos libros nunca entendí por lo cual me parecen formidables, aunque ignoro si le resolvieron el problema a Hamlet, con su complejo de Edipo a la inglesa. ¿Lo resolvieron? ¿Dieron en la tecla en eso del 'to be or not to be'? Creo que no, pero no tiene demasiada importancia. Nosotros tampoco hemos resuelto nada".

Lo que pasó en los segundos o minutos posteriores lo contaré como el único sobreviviente (aunque no creo que sea el término correcto) de lo que sucedió. Poco a poco, con lentitud y sin sonido o furia alguna, aunque Macbeth estaba por allí, todos los asistentes a la charla fueron desapareciendo, mudos, como expulsados del reino de los elegidos. Algunos salieron por la puerta lateral y otros por las dos puertas de entrada; hubo, sin embargo, quienes eligieron alguna de las tres ventanas, que abrieron prolijamente para no romper los vidrios. Ignoro cómo les fue, pues estábamos en un tercer piso, pero yo me quedé porque no podía ver a don Nicanor. No fue difícil encontrarlo. Estaba debajo del escritorio, con una muchacha apoyada en su hombro, mientras él le leía un párrafo de "La tumba sin sosiego". Me miró, la chica parecía dormida (pero no estaba dormida) y don Nicanor, sonriente, me dijo: "He elegido el reino del ser; en realidad es lo único que existe y además ...". La chica interrumpió sus palabras y yo consideré prudente irme pensando en algo que había escuchado de Jules Renard: "Salir para fumar un cigarro de aire". Por mi parte, cuando salí prendí uno de mis habituales Muriel Sweets Coronas y caminé, no sé bien si hacia calle Mendoza o hacia San Luis. Ignoré a San Juan, cosa curiosa porque es una calle a la que le tengo cariño.

Mandarse a mudar pero quedándose. Una historia que Nicanor repite y repite como un estribillo. "Como razonablemente me dijeron que me mandara a mudar, me fui dejando todo, pero aún sin comprenderlo demasiado bien me fui pero quedándome. Desde ese día no sé nada más de mí, lo cual en ocasiones me inquieta, pocas veces me parece una paradoja algo divertida, pero en general me llena de una angustia que no puedo superar. ¿Qué estoy haciendo en este momento? Lo ignoro. ¿Estoy tomando un café con leche y leyendo el diario? No lo sé. ¿Me he dejado otra vez la barba? ¿A qué hora duermo? ¿Sigo fumando? ¿Escribo? ¿Uso la vieja camisa azul? Son todas cosas pequeñas, pero junto con ellas ignoro todo lo demás. ¿A quién veo, con quién hablo por teléfono, siguen existiendo aquellos que existían en aquel entonces, cuando partí sin irme? Y lo que es más grave, al menos en lo que pasa a ser una preocupación absolutamente personal: ¿sigo vivo? ¿O he muerto y nadie me ha avisado de mi muerte? Si es así, ¿alguien tendrá la amabilidad de decirme dónde diablos he sido enterrado? Quiero observar el lento, despiadado, acaso tan bello para algunos como nauseabundo para otros, modo en que una colonia de gusanos continúa con una exteriorización de vida tan diferente, pero vida al fin y al cabo, lo que para nosotros ya es tan sólo esa brevedad de un instante que es la muerte".

Un vino cruel y muy rojo para una siesta. "Lo que llamamos siesta es una de las maneras de dormir o adormecerse vagamente que no tiene horario. Que no responde a lo que artificialmente señala este o aquel reloj. Ni los diccionarios se animan a ser categóricos al respecto. Es cierto, se privilegia ese sueñito que llega después del almuerzo, pero se dice que la siesta puede sucedernos a cualquier hora del día. La siesta nos sucede. Es algo que permanece ajeno a nuestra voluntad. Ese vino cruel y muy rojo, al decir de un poeta, acelera su llegada. No existe indicio alguno de hasta qué momento la siesta se apodera de nosotros". Escrito por Nicanor en varias servilletas pequeñas, de papel blanco con guardas azules, que me dejó en un bar en el que nos habíamos citado un atardecer. Tomé un vaso de vodka con naranja y volví al departamento, adormecido.

Pensativo, solitario y sin reloj. Nicanor Pérez, solitario a esa hora imprecisa en uno de los pocos bancos que han quedado por calle San Martín, se encuentra pensando de manera casual, ignorando por cierto este sueño. No usa reloj. La fragilidad de sus capilares, provocada por las pocas plaquetas que le quedan, hace que sus muñecas (las dos, pero en este caso nos interesa la del brazo derecho, que es donde alguna vez usó un reloj) tengan la piel muy débil, aunque no se trate sólo de la piel. Y en realidad tardó mucho en usar reloj. Luego dejó de usarlo, a partir de cierta hora (que no es ésa en la que él está pensando en el momento de mi sueño) de cierto día (que tampoco es ése en el que, mientras yo sueño, sentado en un banco de calle San Martín, él mira hacia donde alguna vez estuvieron los cines Gran Rex y Belgrano). En mi sueño, paso caminando a espaldas de Nicanor, que no me ve. Me dan ganas de preguntarle a quién diablos le pueden interesar sus reiterados recuerdos. Pero no le digo nada.

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