CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
A la memoria de Don "Guada" Chivel
Esta mañana no oí cantar los gallos.
Escuché, eso sí, el gorjeo de algunos pájaros, pero me llegaban de muy lejos.
Sólo el ruido intermitente de algún camión que de a ratos cruzaba raudo por la ruta me daban la señal de que yo no estaba sólo en el mundo. Que allá afuera la vida, imparable bullía como siempre.
Con la ya no tan difusa claridad del alba, el mundo se pone en marcha y por lo tanto las no tan numerosas casas de este pueblo, como para no ser menos, se ponen en una lenta actividad que presupone ciertos rituales, como el que yo mismo cumplo ahora y que no es otro que el del humilde y cariñoso mate.
De todos modos, no es que desecho el silencio sino todo lo contrario, pero extrañé el graznido gutural de los gallos que no estuvieron esta mañana a la altura de las circunstancias. O mejor, fui yo quien no se levantó a tiempo para oírlos.
Esta mañana no oí cantar los gallos. Pero tampoco escuché el barullo de graznidos que produce ese par de "pirinchas" peleándose con las calandrias ni me arrulló el ruido del camión comunal que levanta la basura ni tampoco me segaron el sueño las cortadoras de césped con las que un pequeño ejército de obreros peina impiadoso la alta gramilla que crece en las veredas, que aquí no tienen ni ladrillos ni lajas ni otro material que la mera tierra en otro tiempo arisca.
El ritual del mate puede alternarse con un libro o con el pasatiempo pacífico que me produce este placer de borronear las hojas de esta libreta de apuntes que llevo conmigo siempre. Esta mañana no oí cantar los gallos. ¿Pero anoche?. El sueño que me aplasta cuando estoy aquí, implacable, como si fuera un niño, no me dio lugar para que aquellos perros que atraviesan la noche como un cuchillo áspero, me llegaran ni pude oír el ruido de algún auto que hace añicos la noche con su bramido de monstruo enloquecido o siquiera una moto, que aquí conducen los adolescentes díscolos e ingenuos.
Cuando el automóvil claro estaciona bajo los plátanos lozanos y jóvenes que en la vereda aguantan lluvias y soles, y baja de él mi amigo Miguel Compañy con su eterno cigarrillo en la mano derecha, recién reacciono. Vuelvo al mundo y le estrecho la mano, que él ofrece franca y vigorosa.
Miguel tiene el rostro tostado y los brazos llenos de cicatrices blancas de los tantos trabajos que ha hecho desde niño en "el establecimiento rural" como él refiere cuando habla de su pequeña chacra bien pegada al pueblo.
Entre tanta anécdota y tanto viejo tiempo compartido y tanto afecto que flota inevitable entre nosotros cuando podemos juntarnos me contó algo que trataré de relatar a ustedes sin traicionar el espíritu noble de mi amigo.
Una vez un hombre que se llamó Guadalupe Chivel, domador de la Estancia Maldonado decidió o comprendió que ya le quedaba poco en este mundo y entonces se permitió visitar aunque sea una sola vez el pueblo, que conocía de mentas, aunque ya llevaba casi ocho años a sólo dos kilómetros de él. Había nacido en esa estancia y nunca creyó necesario salir de ella, salvo cuando arreaba hacienda hasta algún campo vecino.
Le puso el mejor apero a su moro, acicalándolo con paciencia como cuadra a un buen criollo viejo y enfiló al tranquito suave hasta las primeras casas del pueblo. Por allí le informaron dónde quedaba el Hotel Colón, entonces de la familia Onega y hacia allí se encaminó.
Desmontó, le aflojó la cincha al caballo y entró, no sin antes descubrirse la cabeza donde llevaba calado un gran sombrero negro, el que usaba para ir a las cuadreras que se hacían en la misma estancia. Tomó una habitación y cuando lo hubo hecho volvió a salir, cruzó la plazoleta hasta la estación de trenes, se admiró del humo y del estrépito, vio subir y bajar pasajeros, y aunque miró todo no saludó a nadie, porque a nadie conocía. Luego comentaría a sus hijos que él no se quería morir sin conocer un hotel y sin dejar de ver un tren, ya que siempre lo había visto de lejos y siempre estando de a caballo.
Desanduvo los pocos metros que lo separaban del hotel y ordenó la cena: "Un bife y dos posturas", dijo. Y ante la mirada atónita de la empleada, aclaró: "Dos huevos fritos". Tomó lentamente una botella de vino tinto, mientras masticaba en cámara lenta, sin hablar con nadie, tal vez por la timidez de la gente acostumbrada a cielo abierto cuando tiene que alternar con otros en un espacio reducido.
Cuando hubo cenado fue hasta la habitación asignada acompañado por una empleada quien le encendió la luz y le indicó la cama y las toallas encima de una cómoda de caoba oscura. Entonces lo dejó solo.
Al rato lo vieron volver. "No puedo apagar la luz", dijo.
-¿Cómo no puede...? le habrán respondido.
Y lo acompañaron nuevamente hasta la pieza.
La empleada le indicó la llave y le mostró cómo accionarla.
Allí el hombre confesó:
-Claro, con razón no se apagaba por más que la soplara.
Esto que a mi amigo y a mí nos parece cuento, para decirlo borgianamente, sucedió en los años 50 del siglo veinte, en mi pueblo. Apenas unos años que yo caminaba entre las mariposas del verano, ese mar de mariposas encimadas sobre un charco y un hombre auténticamente de campo, criollo viejo para más datos, no conocía aún los dos pilares de la Modernidad: la electricidad y el ferrocarril. De todos modos no se fue sin conocerlos, pero se tomó todo su tiempo, es decir, el de su propia vida.
No se quiso ir de este mundo, según comentaba, sin "conocer los inventos de los gringos", y cumplió.
Tirado en su catre y ya próximo a su fin, pidió a una de sus hijas que le abriera la ventana del puesto de la Estancia que habitaba con su familia de hacía años porque quería ver el campo por última vez.
Llamó a su hijo mayor y le encomendó el último caballo que había domado, entonces dijo:
-Al alazán quítele las cosquillas, no sea que me salga mañero de abajo.
Algo que él en persona hubiera llevado a cabo si los tiempos le hubieran dado. Pero enseguida se murió.
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