CONTRATAPA
› Por Gary Vila Ortiz
Y así van escribiéndose las aventuras de Nicanor Pérez y su libro "Los criminales eruditos", ese improbable texto que oscila entre el clásico relato de enigma y la novela negra y se acomoda acaso en los alrededores del policial rosarino: historias a veces confusas, melancólicas, que no se ilusionan con encontrar respuestas pero insisten en hacer preguntas, que se detienen y esperan y vuelven a avanzar, un tanto tristes, otoñales (otra vez el otoño), que en lugar de buscar culpables prefieren acercarse a algo que se parezca a una inalcanzable verdad, con personajes ausentes y explicaciones inútiles, con citas en los bares, con memorias que se creían perdidas, insomnes y fragmentarias, con cartas y notas y papeles grises o blancos escritos a máquina o a mano o en minúsculas, corregidos, tachados, con garabatos que se cuelan entre las líneas y paréntesis que se cierran más allá del límite de la página y digresiones que dibujan un mapa que va cambiando todas las semanas. Ignoro si lo que sigue es un manuscrito de Nicanor copiado por mister Wingren o si lo redactó él mismo como si se lo dictara a su misterioso amigo o bien es producto de la imaginación de su fantasmal ayudante. O ninguna de las tres opciones.
Como tantos otros, que no podían saberlo por muchas razones, la primera porque jamás habían leído a Faulkner. Y tenían razón, ¿de qué les servía Faulkner en estos tiempos de penurias? Don Nicanor sabía, o al menos creía saberlo, que en ciertos tiempos de alguna penuria, aún la soportable, leer a Faulkner o a Cioran o a Beckett no era una cosa necesaria, y si seguía leyendo era por una cuestión de oficio o de tempranos aprendizajes o quizá de ciertas circunstancias que en realidad no podían conocerse. No importaba demasiado. Demasiado o muy poco. Don Nicanor estaba cerca del río en un banco algo improvisado. El Paraná estaba tranquilo y su color cambiando al pasar de las horas. Miraba canoas, hombres pescando, otros simplemente tomando ese sol de otoño que, él al menos lo creía así, tan sólo ocurre en Rosario y no todos los otoños. Había dejado su departamento temprano, después de terminar de escuchar los dos primeros cuartetos de Britten. Decidió salir y sentarse en algún lado a pensar. No tenía libro alguno ni diarios, apenas los cigarrillos y un cigarro de hoja. Quería dejarse llevar por el pensamiento, que no suele ser fácil. Pero lo intentaría. No era un hombre de río, don Nicanor, pero le gustaba hablar, copiando a alguien, de esa ciudad inmóvil recostada en el río o de esa ciudad recostada sobre el río inmóvil. Sonrió. Más cerca de la isla que de donde él estaba vio brillar un pescado prendido en un anzuelo y luchando por su vida. Imaginó la sonrisa del pescador. No era el pez espada del relato de Hemingway ni el pescador era viejo, pero la aventura parecía valer la pena. Sin embargo, quiso dejarla de lado. Tan sólo quería que sus pensamientos lo arrastraran. Por eso había ido hasta allí, había dejado que su respiración fuera menos agitada y había comenzado a dejarse llevar por los fragmentos de lo que iba pensando. Trató de separar mentalmente aquello que ya había hecho, lo que aún podría hacer y lo que no haría nunca. Todos eran apenas destellos, vivos, eso sí, que podían olerse y respirarse, que podían tocarse, pero destellos parciales, solamente eso. ¿Y qué otra cosa podía pedir? Había tenido demasiado, había sido fragmentariamente feliz (¿de qué otra manera puede ser?), había perdido cosas que amaba. Sintió la necesidad de esa memoria, de esa línea de Faulkner que lo había marcado hacía tantos años: "Entre la pena y la nada, elijo la pena". La nada no sólo le parecía una imposibilidad sino que el simple hecho de pensar en ella le producía una sensación de vacío, de náuseas diferentes a otras náuseas. No llegaría al vómito, porque en esos momentos el vómito era como aproximarse a la nada. A nadie, creía, le resultaba posible sentirse bien llevando una pena a cuestas, pero la pena formaba parte de la vida. Volvió su mirada hacia el río. En sus más de setenta años de edad, ¿cuántas veces había ido hasta las cercanías del Paraná? Recordó que una vez, acorralado por la pena, supo caminar por bulevar Oroño y llegó hasta ese sitio donde había sectores del muelle viejo, con el agua pegando en las maderas desgastadas. Estaba prohibido ir más allá de ese lugar. Se quedó mirando y sintiendo el ruido del agua contra los viejos maderos. Allí se había puesto a rezar por alguien que amaba. ¿Acaso no era el río un dios marrón que podía llevar sus plegarias? Trató de recordar el poema de Eliot, pero no pudo. Y tampoco ahora, en el momento de esa memoria, mientras el pescador afortunado sacaba otro pez, menos grande y más brillante que el anterior. En la nada nunca hay brillo alguno, pero sí en la pena.
Don Nicanor sintió que se cansaba sin que hubiera motivo alguno para ese cansancio. Tal vez tenía hambre, pero no lo sabía a ciencia cierta. Manoteó en el bolsillo una barrita de chocolate. Sabía que le hacía mal, pero al mismo tiempo pensó que le daría un poco más de energía. Al rato, tres o cuatro o cinco minutos después, mientras el sabor del chocolate se derretía en su boca, no el chocolate en sí sino su sabor y las memorias que ese hecho pequeño le traía, pensó que tal vez podría conversar con dos escarabajos que pasaban lentamente frente al banco donde estaba sentado. Pero ¿estaba sentado en un banco?
Para ustedes les dijo a los escarabajos mientras les cortaba el paso con un palito las cosas van indistintamente de la vida a la muerte, sin mayores preocupaciones, aunque sospecho que sí les preocupa eso de morir por más que no sepan de qué se trata.
¿Y nosotros lo sabemos en realidad?, se preguntó don Nicanor. No nos acostumbramos a la idea de morir, nos molesta, nos deteriora, hasta nos da rabia. Hasta protestamos ante la muerte como si eso sirviera de algo. De cualquier manera, pensó que no había ido a estar cerca del río para reflexionar acerca de eso. Había llegado hasta allí para recordar a sus amigos y tratar de explicar algunas cuestiones de su pasado.
El sabor del chocolate se había terminado. Había dejado seguir su camino a los escarabajos, había querido dejar pasar también la muerte, pero sin resultado alguno. Despaciosamente la oscuridad iba llegando hasta las aguas que entonces se le aparecían más marrones que nunca. No tengo mucho tiempo para meditar, se dijo, pero debo hacerlo, la próxima vez los amigos deberán tener alguna respuesta. Se levantó, subió las solapas del abrigo pero lo mismo sintió frío. Pensó en caminar hacia el río, como si tal cosa, y seguir caminando sobre las aguas, sin ningún pensamiento suicida y menos aún alguna suposición de que podía ocurrir un milagro. Cerca del río se encontró de nuevo con los escarabajos. ¿Eran los mismos? No pudo no pensar en aquel texto de Borges sobre el ruiseñor de Keats. Pero sintió la necesidad de explicarles a los escarabajos lo que estaba haciendo. Yo no soy un pensador, les aclaró, tampoco un narrador, menos un poeta. Soy un caminador de las palabras. Un prolijo y despiadado caminador de las palabras. En ese momento recordó que uno de sus amigos siempre se acordaba cuando él, el viejo Nicanor, solía tener largas conversaciones con las hormigas que caminaban por los cables. Ahora no había ni cables ni hormigas, pero se conformaba con los cascarudos.
Usted es un buen tipo le dijo uno de los cascarudos. No nos pisa y nos mata con crueldad.
Es la influencia de Paul Leataud contestó don Nicanor.
Como no nos mata le dijo el otro cascarudo nos conformamos con eso.
Luego vino como un silencio. Al ratito el primer cascarudo (o había dicho escarabajo, que no es lo mismo pero parecido) le preguntó si iba a caminar hacia los árboles que se veían en dirección sur.
¿Nos llevarás? Vamos a llegar más rápido.
Don Nicanor cargó los cascarudosescarabajos en el bolsillo del sobretodo, les preguntó si estaban bien, si respiraban sin dificultad y caminó dirigiéndose a los árboles. Cuando llegó al tercero a la derecha, un viejo eucalipto medicinal, muy alto y oloroso, depositó a sus amigos en el lugar que le indicaron. Espero volver a verlos, les dijo. Y uno de los dos contestó: "Puede ser, pero es difícil. Nosotros vivimos en función de la especie, no de los individuos que la forman. A veces los envidiamos por eso, pero no demasiadas veces".
Don Nicanor dijo un rápido chau y se fue hacia su casa, que quedaba a unas cuantas cuadras. Y dos de esas cuadras estaban en subida. Llegó agitado y tuvo que recurrir al cuchuflete que lo ayuda a respirar. Al fin y al cabo, pensó mientras recuperaba el aliento, nosotros también pensamos como especie pero actuamos como si fuésemos individuos absolutamente libres.
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