Lun 28.05.2007
rosario

CONTRATAPA

Catacumbas

› Por Sonia Catela

Que el poder de la fe se abra y les hable.

Bajo fogonazos de iluminación interna, el padre Carlos cantó el proyecto que la fe le dictaba (casi quimera) a una multitud puesta en puntas de pie a cada pico de júbilo.

Construirían un templo superior en monumentalidad a cualquier otro de la nación; sería una catedral incesante, de número de torres creciente, fija e inmortal sólo la cúpula de la fachada, con una pequeña caladura en su joroba sobresaliente, por la que Dios los miraría y ellos a él. En regocijo mutuo. Un monumento sin fin como sin fin es la eternidad. Y cavarían catacumbas donde mostrar a los soldados de la fe, que eso son también nuestros muertos.

Hubo ovación y lágrimas y esperanza.

Para facilitar el tránsito seráfico, 500 ángeles tamaño natural fueron tallados en las mejores maderas, con esa mano que inmortaliza a los artesanos mocovíes.

("¿Les pagan lo que manda la ley, vacaciones, obra social", indagó el Viejo Roselli, conocido anarquista del pueblo, arrimándose al más arrugado de los indios.

"Aprender es nuestro salario, don Roselli. Y nuestro honor", abundó el interpelado con una sonrisita.

Honor. Así que trabajaban gratis. El grupo Proudhon formuló una tesis que analizaría durante las reuniones que los juntaban todos los miércoles en el bar Invicta: "Razones paradojales por las que el error concita y hace desplegar tantas energías y la verdad tan pocas". La sesión se interrumpió con abatimiento y sin conclusiones).

Dorados a la hoja, los 500 ángeles aletean en la cúpula de la flamante basílica y hablan el lenguaje celestial con particular elocuencia. Los apuntalan efigies y rostros milagrosos, antiguas pinturas de la Colonia que requisó el padre Carlos de arcones de toda la Diócesis y más allá. Un crucifijo bizantino lloró lágrimas milenarias en su viaje por mar desde Algarve, y prosigue purificando estas tierras con su sobrenatural llanto.

"La fe quiere un órgano como el de Asisi", se inspiraba el sacerdote mostrando un recorte de enciclopedia. Y la fe conseguía planos, ebanistas, fundidores de metales y donaciones en moneda y billetes. "La fe quiere que se recubra el altar con fino argento". Y campañas pueblerinas movidas por señoras, damas y presidentas de diferentes ligas, recolectaban cuanta chuchería, aderezos y alianzas de boda se alojaban en alhajeros, cajones y cofrecitos, y con oros y platas se forraba cada pieza del altar, luego las columnas, el cielorraso, las aberturas; el entusiasmo no acabó hasta dejar el último rincón enchapado y fulgurante. En ese trapiche de ladrillos y metal dieciocho kilates se molieron ahorros de toda una vida, viajes de luna de miel y de fin de curso, mundanidades y seguros de salud y accidentes. La fe quiere. Y la fe conseguía.

"Desvergüenza; se dilapidan semejantes extravagancias mientras los niños famélicos limosnean en los umbrales", rugieron los miembros del grupo Proudhon. Los niños famélicos lloraron de emoción en el atrio, abrazados a sus madres y al enjambre de vecinos, el día de la inauguración magna del año en curso, ya que habría indefinidas inauguraciones.

Por empecinamiento y por desmesura, el pueblo levantó un monumento que dejó boquiabiertos a los mismos autores. Un infrecuente encuentro entre hermosura e inocencia, o el subproducto de ésta, la ingenuidad, que se salvó de alumbrar una cría kistch. Sólo faltaban las catacumbas.

...

Para ese proyecto complementario el padre Carlos pidió autorización a los familiares; los familiares accedieron sin hesitar. Se procedió a desenterrar los esqueletos de los muertos en la fe. Cada familia se encargó de la tarea de removerlos de tierra santificada; repararon sus atavíos mortuorios y los engalanaron con lujos; plumerearon y lustraron los huesos y los ensartaron con alambres invisibles; aderezados con sombreros de copa y reliquias de pacotilla, se los dispuso en largos corredores subterráneos que se excavaron bajo el primer oratorio.

Ahora el pueblo contaba también con decentes catacumbas.

Se debe a éstas que el Viejo y anarquista Roselli sostenga la cédula judicial entre las manos.

En las catacumbas don Ennio Roselli halló la cantera de su disgusto. Su madre, por voluntad testamentaria explícita, se había donado a ella misma, alma y cuerpo, y a sus bienes, a la verdadera iglesia católica, patria de origen, y pidió ser enterrada en campo santo. (En forma personal, puso en poder del Padre Carlos las líneas de su decisión, firmadas ante el comisario y en ellas designó al párroco como albacea y garante del cumplimiento de su resolución, ya que desconfiaba con fundamento de las intenciones de su Ennio, digno hijo de su padre). Al prepararse las catacumbas, la fe la colgó a doña Asunta Roselli paradita al lado de los demás difuntos, vestida con el traje de novia que nunca pudo usar en vida por el recalcitrante anticlericalismo de su consorte.

No se lo podía contener al Viejo. Que iba a demandar a la curia. Que ya que los abogados rechazaban su caso por falta de sustento, se presentaría él mismo ante los estrados. Que escribiría un artículo (y lo escribió, pletórico de verdades). Y puesto que el dueño de la propaladora se negó a difundirlo debido al carácter injurioso que les acarrearía disgustos a ambos, él iba a imprimirlo en volantes, en la Capital, y con sus críticas taparía las calles del Puerto. Aparecieron los panfletos, rosados y amarillos, revoloteando en las veredas; entre risas, la gente le dio todo tipo de usos creativos; sólo el presidente de la vecinal del barrio juntó los que pudo y se los devolvió al autor, atados en un paquetito, con disculpas por la bestialidad y analfabetismo del prójimo. ¿Los leyó? preguntó Roselli. Claro, mintió el presidente.

Cuando el Viejo no pudo soportar el escarnio medioeval al que sometían al esqueleto de su madre, expuesto y auscultado por visitas locales y regionales a apenas un pesito la entrada, salió de noche, forzó el candado de las catacumbas con un alambre y se llevó el hueserío de su apellido en una valija. Lo metió bajo la cama.

Pero las leyes lo condenan. Lo indica la cédula que notifica la sentencia: devolverá el esqueleto a los fideicomisarios legítimos. Pagará multa de "tanto" destinada a la Iglesia.

Con "tanto" el Padre Carlos compra el tremendo espejo, orlado en candelabros, que la fe requiere para que se rellene el último hueco que queda en la capilla de San Girolamo.

Y el esqueleto de la beata Asunta Roselli es repuesto rápidamente a su lugar en la catacumba; a más se le agrega un rosario de ágatas que le cuelga de la mano una vecina ungida por la devoción.

El Viejo manda la plata de la multa por correo certificado. No podría tragar hasta el fondo la humillación de semejante derrota en un cara a cara con su contendiente victorioso. "Qué se puede esperar de las leyes burguesas" recaba. Y se seca el lagrimón.

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