CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
El sueño era simple como son los sueños a los que no les encontramos explicación.
El sueño o lo que recordaba del sueño era así: las dos mujeres estaban en una plaza, una de espaldas y de pie, es decir que era alguien que no tenía rostro. La otra estaba sentada con las piernas cruzadas y lo miró cuando él pasó pedaleando lentamente esa bicicleta de color oscuro y de gruesas llantas pesadas. Ella estaba sentada y era una conocida suya una ex amante tal vez y el escaso interés con que ella lo miró no se condecía con la relación tortuosa, pero sincera y real que tuvieron durante muchos años.
Esta mujer que lo saludaba con indiferencia, porque parecía estar muy interesada en algo que la otra (siempre de espaldas) le decía, tenía una pollera un poco levantada y él podía admirarle las piernas (todo esto en ese sueño tan extraño, donde no sólo transcurría en una plaza de su pueblo sino que encima él era un adolescente allí y andaba sin rumbo como fisgoneando, montado en esa bicicleta que nunca tuvo en la realidad).
Y, como siempre que soñaba, el hombre quiso encontrarle una salida, una aplicación a esos símbolos que lo seguirían días y días. ¿Importaba saber que en el sueño lo miraba con una indiferencia sin que pesaran en él los momentos tan bellos que habían compartido? ¿Importaba hoy, ahora, a los efectos de comprender por qué después de tantos años venía ese rostro nítido en la velada gasa de un sueño, mezclado así, en un pueblo donde ella nunca había estado y él nunca había vuelto?
Porque los indiscernibles meandros de la vida lo habían llevado de un lado hacia otro (como "bola sin manija" decía el poema de Urondo, y también lo decía su padre sin haber leído nunca a Urondo).
Esa mañana el hombre pensó mientras el agua chillaba levemente en la pava y él chupaba mecánicamente la bombilla del mate, que por qué ella volvía así, en sueños, si él ya había decidido olvidarla hacía mucho, poner sobre esos años de borrasca juveniles un poco de aceite, como para ir mitigando heridas, como para una vez por todas poner orden en su ya demasiado caótico vivir.
Suponía que pagando viejas facturas, quemando algunas cartas amarillentas y escondiendo un par de fotos que por superstición no destruyó podía voluntaria y mágicamente empezar todo de nuevo. O al menos estar en condiciones de que ello ocurriera, o lo que es mejor: estar preparado para recibir cualquier experiencia incitante y nueva.
Al hombre sus cavilaciones mate de por medio, primer cigarrillo de la mañana le iban robando el tiempo y pensó en todas las alternativas que le podría deparar un encuentro con ella, y en este caso se acordó de la dificultad que no incluía el azar, ya que ella vivía en otro país desde hacía años y que para que ese azar se diera, quince mil kilometros hacía renuente cualquier milagro. Recordó que ella se había ido de este país que entre los dos y otros muchos no habían podido hacer más vivible, como alguna vez lo soñaron y él y ella y esos tantos otros que habían dolorosamente fracasado.
Como estaba de espaldas a la ventana no vio que alguien se aproximaba hasta el timbre de la puerta para sacarlo de sus cavilaciones, ni escuchó o no prestó atención la puerta de un auto que se cierra un poco fuerte, ni el motor que arranca en primera y en menos de una cuadra antes de llegar a la esquina, concretamente pica con fuerza y se pierde debajo de esa hilera de eucaliptos oscuros.
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