CONTRATAPA
› Por Iván Fernández
El recinto principal es amplio, el techo está alto y hay unos cuartos chiquitos, profundidades, unos escondrijos en una de las esquinas de la sala.
Apenas entro, paso frente a dos hombres que, sobre una tabla a cuadros, mueven piezas negras y blancas. Hay un público reducido que los observa, en silencio. ¿Qué representan las piezas, diferentes? ¿Qué significan las regularidades en los movimientos? Los caballos pueden saltar, de eso no hay duda; que las torres se deslicen requiera, quizá, de otras ingenierías.
El piso es de mosaicos cuadrados, con un dibujo particular y similar, a la vez, a la tabla de caballos y torres. Y tal vez este territorio, demarcado con dibujos simétricos, implique también regularidades en los movimientos, probablemente también en mi andar puedan verse repeticiones.
Me siento.
El lugar está poblado por hombres, de unos 40, 50 años, y más.
Hay un hombre delgado que conversa con otros y ríe sonoramente, y aconseja. Es el centro, habla con todos. Hay en sus gestos cierta vehemencia y con ellos logra captar atenciones.
Los ventiladores inalcanzables golpean el aire y las cortinas están bajas, no se mira hacia fuera (he notado que esto, el mirar hacia fuera y el ser visto por los extranjeros, en otros templos es dogma de la religión); aquí, lo importante está dentro.
Hay dos mesas verdes, un grupo de hombres se recuestan, alternándose, sobre ellas, con bastones de brillo y con guantes negros. Un público nutrido observa, pero jamás los mira; miran siempre la mesa verde.
El hombre delgado está ahora en la zona de los escondrijos, allí también ríe y aconseja, y aparece ora en el hueco de una puerta, ora detrás de una pared. Y sigue con sus gestos, esparce la palabra.
De entre las bambalinas sale un hombre que directamente se dirige hacia mí y me pregunta con la mirada; pido lo que necesito y al rato vuelve con una bebida.
Detrás del hueco de una de las puertas de los recovecos se asoma un joven, está frente a una máquina. Nadie habla con él.
Entra al recinto alguien que camina raudamente hacia la mesa que ocupan dos hombres mayores, los saluda afectuosamente con un beso; esto sea quizá lo que llaman familia. Le pide a uno de ellos un dato, fijo. El hombre mayor se excusa: "Ya perdí". Quien solicita el dato insiste y el hombre mayor, accediendo, empieza a esbozar argumentos analizando lo que lee en una revista. Sobre ciertas creencias y datos de experiencias pasadas este hombre hace surgir edificios lógicos que tienen el fin de predecir ciertos hechos, en determinados contextos. En cierto momento, y tal vez agradeciendo el conocimiento gentilmente ofrecido, el hombre que había pedido el dato se ofrece para alguna cosa, levantándose con dinero en la mano. El teórico le ordena sentarse, con enojo. El del dato se sienta y dice: "No es así, no es así"; afligido. Hay en todo esto, en el diálogo y en las acciones, ciertas grietas que dejan entrever un fingimiento, o un guión para mí desconocido. De alguna manera lo que hacen no termina de ser creíble, como si fueran actores que ensayan, relajados, una obra, como si esto que ahora hacen lo hicieran siempre, y ya estuvieran cansados de repetirlo.
El hombre delgado, el profeta, en una nueva misión, está ahora en la zona de las mesas verdes, se ríe, y habla con los que se recuestan y con los que miran. No queda zona donde no predique, excepto la de los hombres de la tabla de los caballos; allí reina el silencio.
En el fondo del templo aparece una mujer, la única. Desde allí observa el panorama, analiza unos papeles.
Cerca de mí un hombre llama a otro para explicarle algo, y pide a otro algo para escribir. Obtiene un elemento escribiente entre risas y empieza a construir un sistema de considerable abstracción que tiene algo que ver con ganar dinero. El diálogo se vuelve de tono elevado, pero aquí también se adivina cierto fingimiento. Y ocurre que en todo el templo parece haber sólo dos formas de conversar, animosamente, con risas altas o enojos representados, o casi en silencio, en complicidad.
Comienzo a considerar la posibilidad de irme y noto, en ese instante, que a nadie tengo para saludar, así como a nadie saludé cuando entré, cosa que sí han hecho todos los hombres que han entrado o salido del recinto.
Y es así que, ahora, todos están sentados en compañía; nadie, exceptuándome, está solo.
Me voy, cuidando de pisar las baldosas que me corresponden.
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