CONTRATAPA
› Por Juan José Giani *
Suele mencionarse que los textos albergan diferentes niveles de lectura. Detrás de una mirada inicial, nítida pero epidérmica, subyacen mensajes cifrados, tesoros semánticos soterrados que un certero esfuerzo interpretativo permitirá colocar sobre la palestra. Habría así en cada relato sucesivas napas de sentido, que admitirían exhibir su rostro en la medida que el explorador apropiado se mostrase apto para toparse fructíferamente con ellas.
Esta idea consagra la democracia hermenéutica del signo cultural, en tanto la diversidad de lecturas no tolera jerarquías: rige para cada una el horizontal principio de la equivalencia. Se desbarata entonces la precaria convicción de que el mundo de los mensajes se divide entre textos densos (sólo aprovechables por temperamentos filosofantes) y narraciones escuálidas que cualquiera disfruta justamente porque nada meduloso transita en sus entrañas.
Recordemos sino Charlie y la fábrica de chocolate, película del prolífico Tim Burton que accedí a ver en base a la cariñosa insistencia de mi pequeña hija. Se relatan allí las esotéricas peripecias de un personaje pintoresco (Willy Wonka corporizado en Johnny Depp), propietario de una gigantesca ciudad de chocolate que podrán recorrer sólo aquellos niños que, al comprar su marca de golosina, encuentren una papeleta dorada.
La temática picaresca y el clima gratamente onírico que envuelve la obra cautivan sin duda al público infantil, pero el desarrollo narrativo autoriza ponderaciones de otra índole. Charlie (el niño protagonista) vive en la más extrema pobreza, y los que ingresan a la recorrida junto con él pertenecen a familias pudientes y exitosas. El contraste, que arraiga en lo económico, deviene básicamente moral. Charlie se muestra solidario, entusiasta y agradable. Sus compañeros de ruta destilan comportamientos agresivos, engreídos e insoportables.
Bajo la simpática pátina de un cuento encantado, Burton propaga un cálido y rotundo humanismo de la carencia. La pobreza modela actitudes nobles, la abundancia fomenta un desquicio de la ética colectiva. El excluido, en tanto palpa a diario el latrocinio de la escasez, justiprecia lo que consigue y comprende empáticamente el desgraciado sufrimiento de sus pares.
Ettore Scola, en su ya clásico Feos, sucios y malos, introduce una perspectiva que se organiza en un sentido exactamente contrario. Un jefe de familia, tras recibir una compensación dineraria por perder un ojo, defiende con las peores mañas la retribución que el conjunto de sus parientes procura arrebatarle. Todo acontece en una villa romana donde pobreza es sinónimo de oprobiosa degradación de los vínculos. La carencia habilita el todo vale, y la idioiscincracia del humilde lejos de auspiciar dignidad, autoriza las maneras más flagrantes de putrefacción del tejido social.
Los hermanos Dardenne en El niño, su último trabajo, también interrogan el asunto. Tras describir la vida errante de una pareja de adolescentes desempleados, el filme relata de qué forma la parte masculina procede a vender al hijo recién nacido. Arrojado en una brutal moralidad de la supervivencia, el hecho se ejecuta sin señales de remordimiento.
La máxima privación no convoca entonces a la lucha y el esfuerzo, sino al miserabilismo más desatado de las costumbres. El enfoque, no obstante, rehuye el cinismo psicosocial que caracteriza al análisis de Scola. Tras sucesivas tribulaciones que lo arrojan en la cárcel, el muchacho enfoca la escena final con un llanto desconsolado que supondría arrepentimiento.
Mucho se escucha hablar del denominado populismo. Situaciones bien diversas resultan catalogadas bajo un utensilio conceptual tan grandilocuente como impreciso. Desde una óptica filosófica, sin embargo, la especificación semántica parece tan accesible como pertinente. Si para las doctrinas liberales el mundo se estructura en torno al lúcido interés individual de los ciudadanos, y para los socialismos la historia se desenvuelve sostenida en la esclarecida acción grupal de las clases; para el populismo son las voluntades transindividuales pero no exclusivamente clasistas la que tornan dinámicas e inteligibles la vida de las naciones.
Queda pendiente, en todo caso, puntualizar cuál es el elemento que permite galvanizar dicho complejo entramado popular. La agresión imperialista, una simbología ancestral o la fervorosa adhesión a un líder constituyen fundamentos posibles para un intenso dispositivo de identificación comunitaria.
Citemos un caso típico de populismo latinoamericano. José Carlos Mariátegui, advirtiendo la marginación que sufría en su tiempo la población indígena peruana; y conciente de que en su país convivían simultáneamente colectivismo agrario, incrustaciones feudales de la conquista y un capitalismo apenas tenue heredado de la burguesía posindependentista, propone una revolución socialista abastecida por un bloque obrero-campesino, que se alimenta a su vez de un mito igualitarista que aún late en los restos de la cultura incaica.
Por cierto, y más allá de un fecundo peritaje terminológico, es sencillo advertir que cuando se califica de populista a algún proceso, un acentuado tufillo despectivo entreteje la recurrente endeblez teórica. En dichos procesos, suponen, alguien engaña y muchos se encuentran dispuestos a consentir el engaño. Políticos que prometen lo que no pueden cumplir, dirigentes que excitan pasiones en su perverso beneficio, Presidentes que capturan conciencias incautas malversando sus estómagos famélicos y su escuela secundaria incompleta.
Despunta allí una arrogante psicología de la manipulación, dando pie a una visión pesimista del hombre promedio, de las personas que sometidas a urgencias propias de la subsistencia privilegian el ilusorio sosiego inmediato por sobre sus supuestos intereses objetivos.
Sabemos a esta altura que la sociología populista lleva las de ganar. Las batallas en política son siempre emprendimientos colectivos, y claramente no se guían simplemente por un interés materialproductivo. Los ciudadanos habitualmente se agrupan, y lo hacen acicateados por demandas agregativas en donde el fermento histórico-cultural no es adicional sino constitutivo. Suponer por tanto que alguna pedagogía cívica exorcizará fantasmáticas manipulaciones, favoreciendo la reemergencia de votantes racionales o de clases modélicamente diseñadas, colisiona drásticamente contra toda evidencia disponible. El autonomismo islámico, la vitalidad histórica del movimiento peronista o la intransigencia ecológica de los asambleístas de Gualeguaychú son testimonios palmarios de una realidad plural que un iluminismo vetusto aún se empeña en desmerecer.
Por lo demás, vale considerar al populismo como una sensata antropología del necesitado. Si el que sufre no sabe distinguir lo que le corresponde, ¿quién podría hacerlo en su reemplazo? Ni la Ciencia, ni el Partido, ni la Providencia han sido hasta aquí suplencias satisfactorias. El programa del que aspira a gobernar no es como el recetario de un médico, ni el cuerpo social apenas un organismo vivo. La percepción y el consenso del doliente juegan en política el papel dominante.
La escasez genera en ocasiones virtud y a veces extravíos. En cualquier caso, amplifica una palabra que ningún paternalismo bienpensante puede menospreciar. A las mayorías hay que respetarlas hasta cuando su pronunciamiento nos disgusta. Descifrar sin desdén ese misterio soberano es la carta de presentación de todo populismo aceptable.
* Subsecretario de Cultura de la Municipalidad de Rosario.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux