CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Cuando las cosas se llamaban de un solo modo, es decir, cuando el verano era el verano y el Otoño era Otoño, las cosas tenían sentido.
Las cosas eran compactas como ese mundo que nada tenía de evanescente y los mayores actuaban con una lógica de hierro, porque la dignidad no se negociaba y la pobreza era digna, el mundo elemental era seguro porque así había sido a través de los tiempos.
De las cosas que no se discutían en primer término estaba el lugar de los niños. Debían sostener su posición fantasmática, su posición de cero a la izquierda frente a un mundo adulto que parecía tabicado para todo aquel que no se alzara demasiado del suelo.
El mundo adulto del trabajo frente al del niño que no exponía su cuerpo el los avatares adultos, salvo que la familia más que numerosa lo exigiera y allí sí, todos participaban de las tareas rurales.
En mi caso, al no tener hermanos todavía, digamos que lo pasaba mejor que otros amigos de mi edad. Si no era la escuela o los mandados todo podía resolverse en placenteros juegos y libertad que terminaba en las últimas quintas que festoneaban las últimas calles del pueblo.
Cuando pienso en aquel tiempo, lo pienso como si una gran fotografía en sepia se pusiera en movimiento. Como si la movilidad del tiempo arrancara entre goznes, y nos pusiera dando vueltas en el arcón sentimental de los días.
Donde supura el aire están las cosas que no podemos dejar de olvidar, lo que no queremos que se caiga en el azufre de los tiempos, allí en ese pozo a la deriva donde refulgen los odios y se retuercen los vendavales recurrentes, donde un sopor insiste dando tumbos por el aire enconado de junio.
En el aire sí que supuran enconados dulzores que secundan otros misterios.
Cuando las cosas tenían unidad y dulce magia, rubricando albores que susurran los recuerdos y dan colores en el denso temblor de la noche.
Sin rubores y sin restos, cuando roncaba la luna que el histórico temblor desistía como un estigma helado en el aire, sin saber que alguna noche fungía un amor pasajero.
Dentro del aire que no suponía certezas, dentro de la luna que enarcaba su ceja octubreña, frente al dominio que no "iba a diamante" con su "luna en los pies de pato", en los últimos años en que formaba el temblor del perdido sobre el anca de Dios.
Dulzura enseñoreaban fervores dados vuelta, como una nube que erguía esplendor en la noche, asistía un plenilunio de amor.
¡Qué recoletos, qué reprimidos vivían los novios de entonces!. Los horarios, los días con esos horarios que plantaban la formalidad y la costumbre, la familia, las hermanas y las tías, las visitas del novio al prostíbulo clandestino que llamaban "casa de tolerancia", la de doña Chola Olave, las posibles enfermedades venéreas que no se nombraban en público.
Un mundo cerrado a los niños, a las mujeres y apenas entreabierto a los hombre que gozaban del raro privilegio de la soledad mitigado por el truco tedioso de las tardes moribundas que apenas matizaban de vez en cuando el duro trabajo de entonces.
El pueblo era ese escarabajo soñoliento en medio de las eras rubionas, las heladas impiadosas que mataban y quemaban los montes frutales, la paciencia de monje frente a los temporales de agosto. Lluvia y barro. Barro y lluvia y mate y ginebra y música donde había una guitarra o un acordeón a piano.
Lo único recordable es el Otoño, cuando el atardecer exigía su abrigo y caminar bajo la hilera de casuarinas oscuras, con sus hojas como pequeños pecesitos dorados, era un poco menos voluptuoso que hacerlo bajo los altos plátanos añosos que dejaban el suelo crujiente de hojas con sus nervaduras muertas.
El Otoño en ese tiempo remoto era la estación que uno añoraba y cuyo paso trataba de retener aunque el frío y las heladas prematuras fueran un aviso inequívoco de que el dueño de esos ocres y las rencillas vespertinas pronto serían recuerdo.
El Otoño también era la sombra tibia sobre la casa de los viejitos Ortali que desde aquí siempre veíamos lejana.
¿Por qué será que el Otoño, aquel Otoño y tal vez todos los Otoños sucesivos me ponen en súbita tristeza, dulce como un elixir que uno no quiere nunca dejar de beber?
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