Un rayo de sol entró al patio. Después de recorrer edificios nuevos, en construcción, obras de hormigón; habiendo pasado por las múltiples torres que circundan el barrio.

Él había amanecido a las siete pero a casa llegó cerca del mediodía, lo habían detenido albañiles de manos heladas; cruzó los pocos árboles que quedan (copas), cayó en una mezcladora de cemento, territorios de arena, camiones con ladrillos, moles de escombro, ventanas, aberturas y otras demoliciones.

Lo vi ingresar con vergüenza de desaparecido. Era un rayo chiquito.

No supo qué hacer primero, si darse a la enredadera para la fotosíntesis o secar una toalla, la infinita humedad, el verdín que emana del corral en que quedan las casas conforme avanza el mercado inmobiliario.

No era grande, era flaco, fino, débil, cayó desorientado, escapado del grueso que hace meses permanece allá arriba, entre cielo y terraza, en esa zona aún libre.

Un rayo de poca volada, que se perdió seguro en un pequeño anarquismo de calor, viajero clandestino que no fue interceptado por un 4º C ni un 5º B en la planta baja de este drama oscuro que padecemos algunos rosarinos.

Fue incomprensible. Nos miramos. Tenía temperatura inmemorial, irrumpió depurando cualquier esperanza.

Hacía mucho no veíamos uno en el mismo lugar donde antaño bailaba la vida radiante.

Una agujita de sol, disipándose entre Pórtland y pólvora, eligiendo un patio entre los vecinos. Todos miraban con envidia a mi rayito.

Contradictoria, lo guardé en un frasco color caramelo para que no saliera.

No tiene partida de nacimiento ni documento de identidad. Pero está en casa alejando bufandas. Le falta solemnidad, posee actitud costeña, de río.

Es mi rayo, el único que logré atrapar en la cultura constructora.

Está hecho con la misma sustancia de este escrito.

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