CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo *
No me invadieron los celos sino la curiosidad. Mientras enredaba las guías del jazmín del cielo en el enrejado de la pérgola, el aire manso de octubre se me metía en la boca y yo pensaba en ella, en el movimiento ventoso de su pelo. Cuando tomaba el ómnibus para ir a la Biblioteca Argentina, y el chofer doblaba con imprudencia en las esquinas, venía a mi mente la peligrosa curva de su espalda. En los paseos del sábado al mediodía, ella aparecía como un fantasma en las vidrieras. Podría decir que ocupé mi tiempo de solitaria en imaginarla. La buscaba para encontrarme.
Al principio, cuando su presencia se metió en la casa, me sentí confundida. No pude dilucidar si sería mi amiga o mi adversaria. Sin embargo la intriga pudo más que el miedo.
Los jueves, en el taller de pintura de la Musto, se me iba el tiempo ensayando sus manos. Procuraba la perfección de los dedos, los pliegues exactos de los nudillos, la languidez de sus uñas. La dibujé sentada a la mesa del bar, con una blusa color lavanda y una pollera de lino. Crucé sus piernas como dos tallos de azucenas. Hice caer su cabello sobre el hombro izquierdo como una lengua de barro. Alejandra, mi profesora, me preguntó quién era ella. Una amiga, le respondí. A la señora de Arguedas tuve que inventarle una historia triste, de mujer desamparada, para que se apiadase de nosotras y no nos sentenciara con sus ojos de esposa de juez de turno.
En casa, su presencia pretendía ser imperceptible. Ernesto no la nombraba pero yo la intuía. Me la hacía notar cuando bebía agua tónica con más frecuencia de lo habitual o bien cuando se llevaba el tenedor a la boca con ansiedad y sin apetito. Ernesto fingía estar sereno pero yo me daba cuenta de su nerviosismo cuando con disimulo la colocaba a mi lado para elogiar el sabor de la salsa de quesos y pimienta negra. Después de cenar, mientras bebíamos café, me miraba con ternura sólo porque detrás de mí podría estar ella. A veces me sorprendía abrazándome por la espalda y yo me sobresaltaba como si fuera a apuñalarme o me estrangulara.
La presencia de ella fue invasora y benéfica porque Ernesto recuperó los gestos que había perdido por culpa del trabajo, la convivencia, el estacionamiento medido y los cortes de luz. El comenzó a besarme con la nostalgia de no tenerme. Sus manos me buscaban de un modo como si yo no estuviera allí, como si me extrañaran. Fue ella quien despertó en él esa pena, quien le devolvió la codicia con que una vez me amó. Ante esta evidencia no pude sentir celos. La amé. Pero esa capacidad de amarla no nació de un corazón generoso sino de uno pequeño y malhechor, apto para todo tipo de contravenciones con el único propósito de sentirse vivo.
Cuando la pinté detrás del cristal de mi ventana hice que los rayos de sol cayeran sobre su rostro. Puesto que a simple vista no nos parecíamos en nada, puse mis ojos en sus ojos ya que nadie me reconocería. Nadie podría decir que yo andaba tras de mí como si me hubiera perdido. Ella me hizo notar que era imprescindible que dibujara mi boca en su boca. Nos divertimos pensando en la confusión de Ernesto al besarnos.
Una noche en que él justificó su retraso diciéndome que iría con sus amigos a ver el partido, comprobé que la capacidad lúdica de ella era inagotable: usaba mi perfume. De tal modo que Ernesto se iba de casa y se abrazaba a una mujer que llevaba mis ojos. Se creía infiel y besaba mi boca. Y sobre todo, traía de la calle el mismo perfume que yo le había dejado en el cuello y en la ropa.
No tengo claro si ella lo abandonó a causa del invierno o por el despido de los veinte operarios de la empresa. Advertí inmediatamente que se había marchado porque Ernesto volvió a ser el mismo hombre preocupado, sin codicia y sin nostalgia que había vivido conmigo antes de que ella apareciera. Antes de aquel período de prosperidad laboral.
Busqué todas las formas de reconciliarlos. Le inventé reuniones de trabajo que le hicieron regresar a casa a los pocos minutos de haber salido, con la sospecha de que algún miembro de la empresa quería confundirlo o perjudicarlo. Le entregué mensajes falsos. Inventé partidos de fútbol que no correspondían a ninguna fecha y a los cuales no asistió. Recibí para él obsequios que nadie envió y que no le hicieron pensar que ella había regresado. Todo fue inútil. Ella nos había abandonado. Para sobrellevar la preocupación de los problemas del trabajo y su ausencia, bebíamos té amargo de cedrón y escuchábamos a la Piaf. A la hora de dormir éramos dos huérfanos.
Sin necesitar la torpeza de las palabras elaboramos un plan para vengarnos. A él, el despido injustificado de compañeros de trabajo le alimentó la rabia. A mí, la carencia de ideas en la Musto me llenó de odio. Cada cual por su lado, sin interferir uno en el criterio del otro, salió a buscarla. Quien primero la hallara la destruiría. Tácitamente se entendía que era preciso traer una pieza como trofeo y como ofrenda a nuestro dolor y nuestro aburrimiento. Yo pensé cortar un mechón del barro de su pelo. Ernesto tal vez se apoderara de un recuerdo de niñez o le quitara su brazalete de oro. Aunque él nunca me lo dijo yo estaba segura de ello porque son detalles que adora en una mujer.
Ernesto emprendió la búsqueda por las tardes y yo, por las noches. La cacería nos mantuvo atentos a todos los sonidos, sensibles a todos los olores. Dinámicos y creativos. Yo pintaba manchas que parecían trampas o tumbas pero a la señora de Arguedas le dije que eran nidos de calandrias. El trabajaba en su escritorio hasta la medianoche. Hacía cálculos de probabilidades de estrangulación o apuñalamiento. Nos convertimos en un equipo infatigable. Cada noche recorrí en zigzag los cafés que Ernesto frecuentaba. Sin embargo nunca la hallé en ninguno desde Martínez hasta El Cairo. Imagino que por las tardes, Ernesto recorrería las librerías, los cajeros automáticos, la terminal de ómnibus. Esta labor infatigable que Ernesto desplegaba coincidía con reuniones sindicales, con la proximidad de las elecciones y con los vencimientos del crédito hipotecario. Por todo ello era imprescindible hallarla cuanto antes y derrocarla. La venganza es el placer de los dioses y la obligación de las esposas abnegadas.
La furia que había en mí me hacía sentir más alta, más morena, más originaria de la India, más perspicaz, más selvática. Dibujé mujeres con cabellera de leones. Me pinté el cabello de negro. Hice grabados violentos, litografías bestiales, autorretratos fragmentados. A la señora de Arguedas le respondí con una oportuna tos asmática.
Hasta que un atardecer (el de mi cumpleaños) Ernesto regresó a casa con el cansancio de haber recorrido la ciudad como un tigre hambriento en busca de su presa. Contenía el jadeo bestial para no impresionarme. Se me acercó con los ojos rojos de haber mirado a través de todas las ventanas. Me besó con un beso prolongado como un aullido. Percibí en sus labios el sabor furioso del triunfo. El ardor de la venganza. El alivio de la conservación del puesto de trabajo. Una dosis mortal de alegría lo enardeció y lo hizo reír como si fuera dichoso. Salvajemente introdujo la mano en su bolsillo y la lengua en mi boca. Con un gesto endemoniado me entregó el obsequio: el brazalete de oro con eslabones geométricos, tenía el olor tibio de la sangre derramada. Eufórica, le besé los párpados, la frente, el mentón. Le quité la ropa urgentemente para protegerlo, para borrar todo rastro del crimen. Puse la música a todo volumen, para que tapara los gemidos de agonía que pudieran retumbar en su conciencia. En el piso, en el sillón, en la cama, en medio de los giros y las contracciones del festejo, ni siquiera pensé en lo que le diría a la señora de Arguedas cuando se escandalizara por los cadáveres de vivos colores que iban a agonizar uno tras otro sobre las prensas, los lienzos, las aguadas.
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