CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Hay un retrato de San Martín, una banderita ultrajada por moscas apátridas, un ventilador sin fuerzas, y el oficial. El oficial la examina con suspicacia, como si Celina fuera la violada.
-"¿Y usted qué vinculación tiene con la supuesta víctima?"
- "Amiga".
-"¿Y por qué no denuncia ella?"
-"Porque no puede. En el hospital donde la internaron, no la encuentran". -"¿Y la forzaron? ¿Le parece?"
A que el tipo piensa que a las mujeres las violan porque ellas provocan con sus minifaldas cortonas y meneos. A que piensa que la que se mueve, quiere. A que es de los que suponen que la violada, goza.
-"Amiga. ¿No había alguien más directo que se interesara por esta persona?"
Sacude la cabeza, qué putas tiene que ver su grado de consanguinidad con el lugar donde Lucía andará lamiéndose las heridas. Como si la posibilidad del hallazgo se hallara en directa proporción al parentesco de quien lo reclama.
-"Ella vive sola en Rosario".
Vestido como para una guerra, revólver, correas, uniforme sin omisión, galones y cientos de kilos de códigos encima, el oficial escribe a máquina, incómodo por las botas pesadas, el arma reglamentaria.
-"Los datos completos de identidad de esa señora".
Cómo saberlos. Le exigen libreta cívica, nacionalidad, provincia de origen, grupo sanguíneo.
-"¿Eso le parece importante para una violación? ¿Para averiguar dónde ha ido a parar la mujer?"
El oficial se encoge de hombros. Lo que menos necesita, que le enseñen cómo proceder, dice.
-"¿Trae una foto de su amiga?"
-¿Una foto? ¿De dónde?
-"Usted dice que fue internada; ¿en qué hospital?"
-"En el Provincial".
Y sí, pertenece a esta jurisdicción. La XIII. El oficial telefonea a alguna otra dependencia de la repartición, averigua quién cubrió la guardia de anoche, habla de si Gigena anda por allí, sí anda, ah, fue anoche, ajá, la mujer que pregunta por la abogada violada, sí, ¿su nombre? (la señala con el índice; Celina se lo anota) ¿Dirección? (Mía, pregunta Celina, el oficial asiente con la cabeza, ella la agrega). "No; es amiga (se incorpora apenas, y con una ojeada disimulada, se fija en las piernas de Celina) sí, bastante. Ajá. Yo se los pido".
Cuando cuelga todavía sonríe.
"Acá el oficial a cargo no sabe nada del hecho", se desentiende el tipo. "Y yo, con datos tan escasos... Vuelva al hospital, a lo mejor el ultraje ocurrió en otro sitio, por ahí su amiga andaba por la calle, en otra parte". El oficial afina la punta de un lápiz. Algunas actas son escritas con lápiz tinta.
-"¿No podría telefonear usted al hospital?"
Como poder puede, podría, pudiera. Pero ¿si no ocurrió en la décimotercera, comprende? lo que conviene es asentar la supuesta ausencia de la supuesta Lucía de su domicilio, pero, con qué seguridad. Puede haber viajado a otra ciudad, puede haberse internado en un sanatorio; usted apenas es una amiga, por eso usted asienta la denuncia, la firma, y ya mueve una investigación. Comprende.
Celina comprende que si mueve una investigación será a la velocidad de afinar la punta de un lápiz, escribir a mano el registro de los hechos, desplazarse con correajes, arneses, botas y el peso de un dinosaurio. Positivo. A ese ritmo.
...
-"De acuerdo", abrevia Celina. "¿Falta algo?"
No falta nada. Salvo exhibir su documento. Pero si ella no lo trajo. El oficial abre los brazos, "ha visto, ha visto", arruga el papel, la denuncia, la investigación; pone cara A/X354, que es la de resignado. Celina lo detiene, ya regresa con su cédula. El oficial la mira desde detrás de los vidrios de su oficinucha como si rumiara algo, algo sabido que Celina ignora. Sensación que se sostiene mientras sortea una doble fila de policías que se secan el sudor, gorras ladeadas, ojos apreciativos de atributos femeninos. "Te dije que las tendría musculosas, y las tiene" puntea uno. A que el que habló es Gigena. A que se refiere a las piernas de Celina. A que apostó que Celina es lesbiana.
...
El que la atiende en esta ocasión es otro policía (una tripa inflada y cordial con bigotes villanos y finitos).
Este oficial no se encuentra al tanto de que ha habido una violación seguida de desaparición, no ubica la denuncia hecha por Celina horas atrás y cuando la recoge con el alborozo de un trofeo, no entiende el manuscrito. Recorre silabeando cada tramo de la reconstrucción, en la que se embarca con expectativa e inutilidad; enciende y apaga falsas esperanzas afirmando lo que a continuación pregunta. La hallaron. ¿La hallaron? Impreciso como un escolar.
-"Descríbame la ropa que llevaba la víctima".
-"¿La ropa?"
Pero si para mover el trámite de búsqueda faltaba solamente que Celina arrimara su documento de identidad y ese documento se abre sobre el escritorio como una flor de papel milagrosa, puesto que le da nacimiento: pruebas al canto, el papel consigna que Celina existe, y en consecuencia, Celia, Lucía, la violación existen.
-"Más datos aporta, más colabora con el expediente"; este oficial apunta y descerraja virus optimistas.
-"¿Y resuelven muchos de estos casos?"
-"Cómo no. Para eso me entrenaron", afirma este oficial que es una tripa inflada candorosa y mira hacia todos lados, como el punto surcado por infinitas rectas del postulado euclidiano. Y si a un punto lo surcan infinitas rectas, por cuál buscar.
-"¿Y cómo haría?"
-"Aeropuertos, estaciones de ómnibus, hospitales. Se sigue un método".
No la encontrarán.
-"Firme aquí". Con sus dedos inflados el hombre marca una cruz, descontando que nadie puede ubicar correctamente el renglón y decidir por su cuenta dónde estampar la rúbrica.
Este oficial, amigable, se ceba de tanto en tanto mates y la convida, agrega al legajo nuevos datos del pueblo de origen de Lucía y en el fondo de su corazón cree que a los perdidos se los recupera y Lucía será entregada a domicilio como una caja de pizza; de algún modo se percibe que lo ponen al margen. Que lo mandan afuera, a que se siente en la vereda y con su silbato cuide que los chicos no cascoteen los focos del alumbrado público; a que se ocupe de ese orden externo, con borrachos adentro y prostitutas a buen recaudo, mientras el resto del cuerpo policial celebra festines y en secreto abre y esconde los paquetes que contienen los miembros del descuartizado de turno según claves cifradas que le mezquinan a este oficial. "Miguel" se presenta a sí mismo la tripa candorosa dándole la mano.
Pero entra un oficial que la observa, le clava su espalda, se encorva y con un bisbiseo y unos recaudos, cuelga a Celina el cartel de intrusa.
-Ya vuelvo", dice Miguel.
Pero no vuelve.
Sale a buscar al oficial. Traspone el patio desierto, al que flanquean aberturas desparejas. Un balde rebasa agua de una canilla que alguien olvidó cerrar.
Se topa con rejas, con una celda verdadera y un preso.
El preso alza su índice y lo cruza sobre su boca. Del calabozo vecino llega un sonido corto, sofocado. Parecen golpes. El preso se levanta una musculosa raída, se indica unos cardenales y le hace señas de que quiere fumar.
Celina enciende un cigarrillo, con recelo. Su repugnancia arranca de que el tipo puede estar allí por homicidio, o por un delito aberrante. Abuso de un menor. De un chico de 3 años. Quemó viva a una familia incendiando su casilla. El preso recibe el cigarrillo rascándose el vientre velludo. Celina huye.
Por el pasillo regresan los agentes y cada uno va tomando su lugar. Los mirones en la vereda. El mecanógrafo tecleando en su máquina. Miguel, sudoroso, la halla donde la había dejado. Se acomoda la camisa azul y le tiende la mano. Dice: Gigena, a su disposición.
A que ese Gigena es el mismo Gigena que estaba de guardia la noche de la violación, es el que apostó que ellas conformaban una parejita de lesbianas. A que con sus puñetes de boxeador aporrea a los sospechosos. A que desborda candor pero lo sabe todo desde el principio. A que sí.
*De la novela inédita "Oficio de putas", mención de honor Secretaría Cultura de la Nación, 2001.
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