CONTRATAPA
› Por Oreste Brunetto
"Oigo la queja de un bandoneón, dentro del pecho pide rienda el corazón!", rematan, a dúo, el Yoyega y el Ruso, después de haberse mandado al buche un par de docenas de amargos. Nada cuesta imaginárselos: altos verlos, y cabales, al par de agitadores, con el alma comedida, como veía Borges a Jacinto Chiclana. Menos cuesta imaginárselos delante de este edificio de esta calle Muntaner de Barcelona, en 1936, tomaban mate, mano a mano, el Yoyega (Antonio Casanova) y el Ruso (Simón Radowitzky), ambos curtidos anarquistas.
Al fin, llegué, una noche lluviosa. Al fin encontré, mojado como un pollo, el 514 de la calle, media hora después de haber estado remontando la cuesta, y después de rematarla, salvar el par de cuadras hasta cruzar la avenida que se llama Ronda del General Mitre. Y mientras me ocupo de recuperar el resuello, me resulta difícil creer que ahí, en el primer piso, como cuentan, y me imagino, entre amargo y amargo entonaban a dúo tangos del Mudo. Sí, este lugar encerraba una de las sedes de la CNT, una de las principales organizaciones libertarias de la península. Allí se encontraban los dos ácratas. Y contradiciendo el afán internacionalismo que los animaba, se aplicaban sendas dosis de cimarrones y tangos de mi flor, para paliar la nostalgia, pues los dos habían dejado algo de su corazón en ese país bravío y todavía balbuciente que era la Argentina de principios del siglo de Cambalache.
Cuando termino de recuperar el resuello, pliego (como aprendí a decir acá), emprendo el regreso pues ya, como diría Baldomero Fernández Moreno: este gran palacio no me dice nada, ¡muchos semejantes tiene la ciudad!
Antonio Casanova había nacido en Betanzos, en la provincia de La Coruña, y un buen día se embarcó, como muchos de sus paisanos, rumbo a esas exóticas tierras del Plata. Recaló en Avellaneda, y muy poco después, bajo el nombre de guerra de Freire, se incorporaba al libertario sindicato de panaderos. Sí, uno a los que se les atribuyen el bautismo blasfemo y contestatario de las facturas: Bolas de fraile, sacramentos, jesuitas, vigilantes... Es activo participante del congreso anarquista del trece de diciembre que se celebró en nuestra ciudad, en el '32. Y en el de La Plata, en el '34.
Pero en el '36 se produce el levantamiento fascista contra el legítimo gobierno de la segunda república española. Y por eso se vuelve a la Península, no sin antes de pedir permiso a los compañeros. No se dirige a su Galicia natal, porque ésta ya está en manos de los sublevados. Pasa a revistar en Barcelona. Allí es donde se encuentra con Simón Radowitzky (cuyo nombre original era Szymon Radowicki), quien, aunque ucraniano, era conocido como el Ruso o el Polaco. Había nacido en Stepanice, en 1891, y participado, en 1905, de los sucesos revolucionarios de Rusia: un cosaco le pegó un sablazo, del que se repuso seis meses después. Lo deportaron a Siberia, desde donde llegó a Buenos Aires en 1908. Y mientras trabajaba como mecánico, se unió a otros anarquistas rusos: Petrov, Karachin, Scutz, Ragapelov.
Y los dieciocho años, en respuesta a la brutal acción policial de Plaza Lorea, donde son asesinados doce trabajadores, un 14 de noviembre de 1909, arroja la bomba que hace volar por los aires con poco donaire al represor coronel Ramón L. Falcón, jefe de policía, y a su lugarteniente, Lartigau. Después de arrojar la cipolla en la calle Quintana, lo prenden y en juicio sumario, lo condenan a muerte. Pero dada su edad, la condena le es conmutada por prisión perpetua. Primero lo encierran en la Penitenciaria Nacional de la Avenida Las Heras, pero luego lo mandan a Ushuaia. De donde se fuga pero la armada chilena intercepta al barquichuelo del contrabandista en el que iba embarcado, y lo entrega a la gendarmería argentina. Y en el penal fueguino sobrevive casi veinte años, sufriendo el castigo extra de aislamiento y pan y agua cada año, cuando se recuerda la fecha del atentado. Fue Yrigoyen quien lo indulta, en 1930, con la condición de que abandone el país. El hombre parte a Montevideo, donde, indoblegable, comienza a agitar en contra del gobierno dictatorial de Gabriel Terras, por lo que sufre prisión en la Isla de las Flores.
Liberado, se va a España, a seguir su lucha contra el fascismo. Y entre los camaradas Durruti, Ascano, Jover que lo reciben como a un héroe, está el Gallego, Antonio Casanova. Fue éste quien de inmediato trata de conseguirle destino en el batallón 28, que actúa en el frente de Aragón. Y casi lo consigue, sino fuera que su comandante, el veterano y aguerrido Gregorio Jover se niega a arriesgar a tan famoso militante. Por lo que lo nombra su enlace con el jefe de la divisional. Desempeñando esta misión es que se encontraba con Casanova cuando este tenía permiso, y caía a Barca.
Luego el Frente Popular perdió la guerra. Casanova pasó un tiempo en los campos de refugiados de Francia. Luego retomó con su actividad de agitación, la que nunca abandonó.
El Ruso, por su parte, después de haber estado internado en el campo de refugiados de Saint Cyprien, logró llegar a México. Allí siguió su militancia. Se cuenta que un camarada poeta le consiguió trabajo como empleado en el consulado del Uruguay, y luego en una fábrica de juguetes.
Fue allí que su corazón libertario, luego de latir sesenta y cinco años, decidió darse de baja el veintinueve de febrero de 1956. El de Casanova lo decidió diez años después, en Buenos Aires, un ocho de julio.
Todo esto redacto, crease o no, en una casa de la calle Muntaner, donde me alojo desde hace poco más de un mes. Sí, sólo a unas diez cuadras de donde mateaban el Yoyega y el Ruso. Diez cuadras cuesta abajo, hacia el mar, en la parte de la izquierda (¡no, si le va a errar!) del barrio del Ensanche, cerca del Hospital Clínic de Barcelona, donde, como hace setenta años a ellos, igual que al Mudo, a mí también me pide rienda el corazón.
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