CONTRATAPA
› Por Mario Alberto Perone
Hoy incorporé una palabra nueva a mi vocabulario: dicaz, que, en perfecto castellano, quiere decir decidor, chistosamente mordaz. Después de largas discusiones con mi amigo Rodolfo Hodgers, que fue quien me la infirió, no sin la habitual sorna con la que disfraza (bastante mal) su virulencia discursiva, terminé por aceptarla, luego de haberla verificado en un buen diccionario que es lo que hago habitualmente cuando pongo en duda la validez de sus observaciones, o sea siempre. Por otro lado, como el significado de esa palabreja se me aplica (o al menos eso es lo que yo quisiera), la consideré un elogio y no un insulto, que es lo que me temí cuando me la adjudicó, aunque ya tengo decidido que no la usaré nunca. Seguramente habrá muchos que la merecerán, pero suena demasiado horrible.
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Como todo lo que se escucha desde la mesa de un café donde las conversaciones no pueden ser privadas sólo porque las mesas están demasiado cerca unas de otras, hay que tomar con pinzas (perdón por el lugar común) los fragmentos deshilachados que intercambian los otros, luego de diferenciarlos (eso creo) de los nuestros. Alcancé a oír que una señora mayor (vaya uno a saber cuándo una señora se convierte en mayor) le decía a otra que leía el diario en otra mesa, casi gritándole: "¡La cultura de un país es la del más ignorante de sus ciudadanos!" La señora del diario (un poco menos mayor, creo), la miró, sorprendida por la impertinencia, y sin constestarle nada, volvió a su diario. Nosotros, testigos de un incidente menor, reanudamos la discusión eternamente renovada que sostenemos casi sin interrupciones, pero yo, en mi interioridad desconfiada (Rodolfo es el responsable de esto), me quedé pensando (sin descuidar lo que discutíamos, aunque era cosa tan banal que podía hacerse sin pensar) en que tal vez no le faltaría un pequeño porcentaje de razón.
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Hoy nos reímos dos veces. Es mucho menos que lo deseable. Hay días de una sola carcajada. Otros, de ninguna. Hay días en los que parecemos serios. O ésa sea, quizás, la impresión que damos, a los otros y también entre nosotros. Los motivos para reír no abundan, y es por eso que, cuando podemos, los inventamos. No siempre nos salen bien. Es entonces cuando parecemos patéticos, que es la forma triste de la seriedad.
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Muy de vez en cuando, voy a ver la tumba de mi padre. Está a ras del piso y la lápida se ve demasiado desnuda. Sólo un jarrón metálico vacío y una pequeña plaqueta con su nombre y las dos fechas entre las cuales transcurrió su vida. Una vida larga y pareja. Una existencia homogénea, rutinaria. Me voy frustrado. Quizás esperaba un llamado, una palabra, un gesto. Fiel a sí mismo, siguió callado allí también. Caminamos un larguísimo trecho hasta llegar al lugar. Raquel me llevaba de un brazo y Patricio del otro. Yo parecía sufrir, y ellos parecían creer en mi sufrimiento. Mis brazos aún los recuerdan. Cuando lo guardamos para siempre, yo escribí su nombre en la tapa con un lápiz de labios que una mujer me alcanzó. Omití la fecha de ese día, no sé porqué. Ahora tampoco la recuerdo. A pesar de que sea tan fácil obtenerla, no lo hago. Me retiro con la mayor lentitud de la que soy capaz. Dios tampoco está ahí.
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Algo que aprendí hace mucho tiempo: nunca hay que descuidarse perdiendo el control sobre lo que uno dice o hace. Se corre el riesgo de quedar al descubierto ante unos contertulios que, precisamente, están a la pesca de una patinada para escarnecer al autor a partir de ese momento y por varias semanas. Valga el ejemplo: yo compro, casi siempre, lechucitas de barro cocido que una niñita toba vende en el café, pasando entre todas las mesas ofreciéndolas. Valen dos pesos, y ya tengo una colección. Los tamaños y las formas son los mismos, no así los colores que varían mucho. Un día, viene la niña a ofrecerme una lechucita un poco más grande que las otras. ¿Cuánto vale ésta? le pregunto. Tres pesos, en responde. Y no se me ocurre nada mejor que decirle: Si me la dejás a dos pesos, te la compro. Todos los que estaban conmigo en la mesa comenzaron a gastarme a los gritos, lo más liviano que me dijeron fue ¡Miserable! ¿No te da vergüenza querer negociar con la pobre chica? ¿Y vos sos el que se indigna ante la indiferencia del sistema de exclusión? Debo de haber enrojecido por la culpa y el bochorno, y rápidamente le compré la lechucita por tres pesos. Pero no fue sencillo hacerme perdonar ese intento de extorsionar a alguien que no puede hacer más que lo que hace: ofrecer el producto del trabajo de su gente a gente como yo. Pero no estuve demasiado solo en la desgracia. Unos días después, pasó una niñita que no vendía nada, sólo pedía una moneda. Casi todos manoteamos en nuestros bolsillos, infructuosamente, aunque se escucharon algunos tintineos metálicos. Por fin, el Dr. Rubén Visconti sacó su mano vacía del bolsillo y tuvo la desdichada ocurrencia de ofrecer a la niña la pequeñísima masita que sirven con el cortado. Una masita que tiene una superficie de dos centímetros cuadrados y una altura de medio. La niña miró la masita, lo miró a él, se dio vuelta y siguió su recorrido por las mesas. Le caímos a Rubén como fieras, y le enrostramos que fuera precisamente él, profesor de Economía, especialista en Costos, el que hubiera mostrado la hilacha en tan deplorable situación. Yo recuerdo mi pésima actuación con la vendedora de lechucitas, y ruego que pronto sea olvidada, sin muchas esperanzas, porque somos tan contumaces que buscamos el modo de divertirnos a costa de los otros, sanamente y sin rencores, claro está.
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