CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Cuando los tiempos eran perfectos existieron los trenes.
La estación tenía las tejas rojas, la galería techada sobre el piso de lajas oscuras y yendo hacia el sector de las cargas un ancho camino de granza roja que crujía bajos los pesados botines que usaban los empleados del Ferrocarril.
La construcción era copiada de las facturas inglesas, es decir: aireadas, altas y seguras en todo sentido.
Los ingleses como los alemanes llevan el confort en las casas que levantan en cualquier lugar del planeta, según comenta mi hermano, y es fácil constatar. Gran parte de la vida social del pueblo pasaba por allí. Cuántos noviazgos de entonces comenzaron en los momentos febriles en que la ansiedad y el estrépito no dejaban tiempo a la razón y abría un sendero ancho a los sueños.
Los minutos previos a la llegada del tren convertían ese minúsculo reducto en una metáfora que representaba la efusión de la vida, que simplemente daba vueltas, en un carrousel de sueños, angustia y deseo, pero sobre todo en la carcaza de una presunta alegría.
En los minutos previos al arribo del tren todo era conmoción y movimiento. El que siempre llegaba primero era Pepe Faravelli, el cartero. Montado en una pesada bicicleta italiana, de anchas llantas que ruidosamente interrumpían sobre la granza delatora, cruzada en banderola, una gran cartera de cuero crudo para transportar la correspondencia, su uniforme del correo argentino de entonces azul oscuro en invierno (de lana) y color crema (caqui se le decía) y de lino en verano silbando sus tangos, eran una marca perfecta, previsible y esperada antes de la llegada del tren. Porque en la oficina de correo tenían un telégrafo que avisaba la hora exacta de llegada. Y no pocas veces el tren se retrasaba motivo por el cual veíamos ese inmenso reloj bajo la galería como un adorno. La hora exacta de llegada la daba Pepe, el cartero, ya que dos minutos antes, sin desmontar de su bicicleta, subía el veredón alto por una rampa que daba parte a la plazoleta y frenaba con un pie calzado en grandes zapatones de suela de goma.
Había que asomarse entonces al borde del andén y espiar, apostando cuando veíamos el humo y calcular dónde se encontraba. Si venía de Rosario: el "Puente de la vía" y si lo hacía de Río Cuarto, ya en "La Portada", era perfectamente visible. Antes no, porque lo tapaba la hondonada que hacía el cañadón del campo de los Luppi.
Los que éramos mirones habituales nos saludábamos con una seña imperceptible, casi como una secta de iniciados. Saludar efusivamente a alguien, incluso iniciar una conversación con él, era signo de que el otro venía a esperar un pasajero, tal vez un ignoto pariente.
Las caras más habituales las tengo en la memoria, otros rostros se me escapan y otros, sencillamente los he olvidado.
Pero todos, quien más quien menos, bromeábamos con Juan Cúcaro, empleado del Ferrocarril Bartolomé Mitre, como se bautizó al ex Central Argentino, luego de la nacionalización en gobierno del primer peronismo. Cúcaro por lo que recuerdo vivía allí mismo en un pequeño cuartucho cuya ventana daba a las vías y era el encargado de las cargas. Cúcaro solía repetir "el trabajo dignifica", y yo nunca supe si lo decía en serio o en broma, dado el tono de ironía que siempre ponía en su voz.
En esos pocos minutos en que el tren se detenía en la antigua estación de entonces, la nerviosa vida bullía, se concentraba alrededor de ese edificio estrictamente inglés en el corazón de la llanura que también llamaban "pampa gringa". Esos pocos momentos donde el pueblo se despertaba como un saurio dormido: vendedores de helados, fleteros diversos, jóvenes en busca de caras flamantes para soñar esa noche, curiosos de toda laya, y en fin, toda esa densa inquietud que sacudía la modorra en que esa población aletargada y fijada al duro trabajo bullía por breves minutos.
En todos los pueblos de llanura la gente iba a las estaciones a ver pasar los trenes. Sin embargo los que siempre viajaban coincidían en que en este pueblo de mi infancia la gente concurría ansiosa en gran cantidad para ver llegar y partir los trenes sin que se supieran los motivos reales de tal afición.
Indagué a muchos mayores sobre esta inclinación ferroviaria de mis copoblanos y obtuve diversas argumentaciones, hasta una que no desecho, pero tampoco tomo demasiado en serio.
Según esta fuente, que me reservo, todo habría comenzado en los años 20 del siglo pasado con la instalación de dos prostíbulos, popularmente conocidos como "El Queco grande" y "El Queco chico", y que estaba en un rincón del pueblo, apenas separado por una calle polvorienta por donde nadie pasaba, salvo claro está, los ocasionales clientes, o algún peón de estancia que enfilaba su oscuro hacia su lugar de trabajo.
Cada dos o tres meses venían prostitutas nuevas ( que un eufemismo piadoso llamaba "pupilas" y nunca supe por qué) que reemplazaban a las que estaban.
Entonces toda la población femenina se volcaba a la estación donde las esperaba un "coche de alquiler", como se llamaba a los pocos taxis que había. Allí la "madama", o encargada del establecimiento las retiraba y sin dejarla hablar con nadie, directamente las trasladaba al prostíbulo.
Tal la exótica versión que alguna vez me dio una persona mayor para justificar esa tradición de "ir al tren", como se decía vulgarmente a ese paseo a la estación del ferrocarril en mi pueblo de entonces. Tal teoría nunca fue por mí compartida, pero me parece leal comentarla.
De todos modos, a mí esta costumbre me sirvió para sostener uno de mis primeros sueños y que fue partir hacia otros lugares, conocer nuevas caras, estudiar, y pulsar el nervioso existir de otras realidades.
Y también motivó un pequeño sueño hoy casi olvidado: el rostro bello e impasible de aquella niña que tenía un lunar en la mejilla y que todos los lunes me sonreía desde una ventanilla furtiva, para luego perderse en la llanura infinita sin que yo supiera su nombre o cruzara con ella una palabra siquiera y que hoy es como el símbolo de la fugacidad de la vida.
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