CONTRATAPA
› Por Federico Tinivella
Dreuty estira la mano para parar el bondi y recuerda, al verla recortada en el asfalto, cuando era un destacado nadador de mariposa. Camina hacia los asientos de atrás en los que se sienta el pueblo, el colectivo. Se sienta junto a la ventana, la abre apenas, no sin cierto esfuerzo, para que el aire de la primavera le acaricie los labios secos, ya que no han sido regados este mes por la savia del amor, solo encuentros casuales de puro contacto físico. Se oye, al atravesar la plaza Alberdi, el trinar de los pájaros desacostumbrados ya a un clima benevolente. El agitarse de los pinos es para Dreuty como una coreografía de bailarinas sobre un fondo celeste. Sube, cargada de bolsos y una expresión firme, una mujer blanquecina que encara sin mirar para el fondo. El Panza transpira de incertidumbre, se le presentan dos preguntas, una, debo darle el asiento, dos, por qué nadie se lo ha dado aún. En un momento su cabeza estalla y se para, le ha disparado dos tiros a las dos preguntas acorraladas por la sin razón o tal vez por la ausencia de mirada, por favor, siéntese, dice tímidamente, no se haga problemas, no sí siéntese, yo total ya bajo. Ella agradece con un gesto imperceptible y el se queda parado a escasos cincuenta centímetros de su presa, que lo mira prisionera de la culpa cuando ya han transcurrido más de ocho cuadras y él no baja.
En la cabeza aparece ahora un gran laberinto, no como aquellos que el recorría de niño allá en Córdoba, se figura sí uno de paredes inmemoriales en donde los musgos sembraban su afán por esconder los bordes y las tinieblas espesaban el paso del caminante, en algún lugar de ese laberinto imaginario esta mujer cargada de bolsas camina sin hacer ruido y el Panza, temblando como un niño bajo una tormenta de invierno, avanza a tientas tratando de encontrarla. Al volver de aquello, posicionado otra vez en el vaivén del 102 sobre la calle San Luis, llega a encontrarse en el recorrido de la mirada de la mujer que busca un punto infinito en la calle para perderse, observa muy por arriba la saturación de carteles y gente que deambula buscando un precio justo. Llegando a Corrientes comienza a acomodar los bolsos para darle forma a su retirada por la puerta de atrás. Dreuty puede llegar tarde a un encuentro de amigos, espera el sonido del timbre que enloquece al colectivero y desciende detrás de la dama ataviada. La sigue por Entre Ríos pensando qué decir, su cabeza escupe humo como aquella chimenea que tanto recortara el cielo de la Cristalería Cuyo. Se incendia sin prestar atención al bullicio que entrega la calle, al duelo de bocinas en las esquinas. La mujer parece ignorarlo, pero en el espejo retrovisor que todos llevamos al caminar por calles estrechas y atestadas, distingue una figura que camina pegada sin estarlo. Al llegar a Santa Fe Dreuty ve, ahora otra vez vuelto al escenario de la realidad, un vendedor de jazmines y recuerda tantas publicidades de perfumes que le niegan la posibilidad de ese artilugio.
En el cuarto piso del edifico ubicado en Entre Ríos casi santa Fe Ricardo Vega lamenta que su canario Golden ya no emita sonidos, fuma enloquecido dándole una trascendencia exagerada a un hecho que parece no tenerla. En realidad Vega encauza su furia en la imagen del canario mudo porque no puede agarrar del cuello a Gloria Dansimor que lo ha abandonado por el cantinero del club "Grito y esfuerzo". Vega arroja una colilla de Particulares 30 desde el balcón hacia la calle en el momento en que el Panza está por dar alcance a la mujer del bolso. La colilla en el aire simula un cometa y en la cabeza de Dreuty se entrevera entre los pocos cabellos sin violencia pero con un ardor inesperado. El Panza no entiende aquello, como aquel atleta alcanzado por una jabalina, se inclina hacia delante y sacude los alambres que conforman su cabello con una energía inusitada y le roba a Vega, que ha seguido el recorrido de la colilla, una sonrisa que le hace olvidar por un instante al canario y a la maldita escapista de Gloria. Dreuty se incorpora con la cara desestructurada y mira hacia delante buscándola, pero la mujer ya ha sido chupada por el enjambre de cabezas dislocadas que agitan la calle de lado a lado.
En la calle la velocidad de los rostros espesa el recorrido, los ojos hacen voto de clausura y se esclavizan en el destino trazado para evitar obstáculos, otro es el andar del flaneur que, sin un sentido pautado, disfruta de los descubrimientos que se suceden y hace del andar su camino.
El Panza en su rol de perseguidor vio apartarse el mundo, habitando una película en la que él y aquella mujer eran los protagonistas, todo lo demás era un gris decorado. Pensando esto, mira el horizonte y vuelve a descubrir que la ha perdido, pero el que estaba perdido era yo, reflexiona ahora Dreuty, ¿quién es esa mina para hacerme llegar tarde a una reunión de amigos?
En la vereda de enfrente, a paso lento y en dirección nortesur se desliza, como una pantera, una gata, o esto es lo que piensa Dreuty, no lleva bolsos, no tiene apuro. Ese es mi camino, piensa, siempre hay una segunda oportunidad, piensa y arremete como un gladiador, con el viento despeinándole los ojos, con el sol quitando oscuridad a un rostro sombrío, volviéndolo joven y desfachatado. Arremete como un toro o un tren, desbocado, loco, apasionado, ahí va Dreuty, una vez más.
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