CORREO
Grigori Perelman no asistió el martes 22 al XXV Congreso Internacional de Matemática, en Madrid, donde se realizó la ceremonia de entrega de la medalla Fields (especie de Premio Nobel para los matemáticos). Alegó que hubiera tenido que referirse "a temas como la ética en la comunidad matemática". Declaró, según la revista The New Yorker, que "si la prueba, de mi demostración, es correcta, no se necesita reconocimiento alguno". Este rechazo se extendió al millón de dólares que daba como premio, el Instituto Clay de Massachussets. El problema, que parecía dilema, fue planteado en el año 1904, por el matemático francés Henri Poincaré. El admirable Grigori Perelman, o "Grisha" (para sus allegados), adulto de 40 años, dio un ejemplo a quienes juegan como niños y creen en el sistema de premios y castigos, subiendo a estrados, para ser aplaudidos o aceptando ser descartados y centrifugados. Lamentablemente, la cultura competitiva y materialista, hace que muchos lo consideren "loco", no sabio, a pesar que ayudó a comprender, no solo el espacio tridimensional, sino también, los rituales de nuestra sociedad. "Grisha", me indujo a buscar en la biblioteca, el relato que utilizó José Ingenieros, cuando festejaron el premio otorgado por la Academia de la Facultad de Ciencias Médicas de Buenos Aires, gracias a su libro La locura en la Argentina. El texto figura en "Las Fuerzas Morales": "Un niño cursaba grados elementales en el Instituto Nacional dirigido por el virtuoso educacionista Pedro Ricaldoni. Llegó la semana de exámenesverdadera semana dolorosa de los escolares y el niño obtuvo tantos sobresalientes cuantas asignaturas cursaba. Le otorgaron la medalla destinada al mejor alumno del Instituto, y el niño, menos contento de esa distinción de cuanto lo hubiera sido un cartucho de caramelos, regresó al hogar, comunicó el resultado de los exámenes, y con gesto displicente, entregó a su madre aquella insignia cuyo valor no comprendía. Ajeno a la emoción provocada, oyó de pronto a su espalda, sollozos mal reprimidos, volvió la cabeza y vio a su madre, la medalla entre las manos, los ojos húmedos de llanto. El niño, inconsciente en sus 7 años, del porqué de aquellas lágrimas, corrió hacia su madre, trepó sobre sus faldas, y echó a llorar también él, diluyendo en ese llanto virgen, cuyas fuentes ciega para siempre la edad que pasa, las sílabas de una frase significativa: "No llore, no llore, no lo haré más: ¿Qué culpa tengo si me han dado esa medalla?".
Mirta Guelman de Javkin
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