SOCIEDAD › UNA MIRADA SOBRE LA POLíTICA LATINOAMERICANA, LOS CAUDILLISMOS Y LA INMENSA LLANURA.
El largo periplo de la correspondencia de John William Cooke con Perón en el exilio puede ser descripto como una pendiente hacia el desengaño final. El Conductor nunca lo refuta abiertamente pero rehúye a las claras su rumbo guevarista, en la certidumbre de que fronteras políticas demasiado rígidas terminan facilitando la tarea de los principales enemigos de la liberación pregonada.
› Por Juan José Giani
Apenas iniciado el siglo XX, el sociólogo venezolano Laureano Valenilla Sanz consagró una definición que conserva un notable valor analítico. De acuerdo a su mirada, la política latinoamericana podía interpretarse a partir de la tensión inerradicable entre el hombre necesario y la impersonalidad de la ley. Supremos personajes cuyo bagaje de talentos los legitiman para decidir qué es lo mejor en cada instante agónico de las vidas nacionales, o engranajes jurídicoinstitucionales que ven allí un avasallamiento que una vigilante racionalidad cívica debe conjurar drásticamente.
Valenilla Sanz ciertamente se inclina por la primera de las opciones, en un meduloso intento por justificar conceptualmente la intocable hegemonía política del entonces Presidente Juan Vicente Gómez. Vale señalar, sin embargo, que su prédica venía solventada por el mito fundante de la nación venezolana. A Simón Bolívar nos referimos claro, que es bien recordado por su mística de la Patria Grande, pero no igualmente estudiado en su insistente preocupación por elaborar un sistema político apto para salvar al continente recientemente emancipado del precipicio.
Si por un lado su fervor republicano lo lleva a condenar cualquier supervivencia de la perspectiva monárquica, la presión de los regionalismos y la pasión desatada de la masa popular lo inclina a imaginar una arquitectura de gobierno cada vez más obsesionada por el fantasma de la anarquía. Presidentes vitalicios, senados hereditarios y hombres providenciales (como él mismo) serán la adecuada receta para encauzar los tumultuosos acontecimientos que caracterizaban a la posindependencia.
A esta forma exacerbada de decisionismo el pensamiento social latinoamericano le encontró un calificativo emblemático: caudillismo. Y sobre ese fenómeno pocas dudas caben que las palabras más célebres provinieron de la pluma de Domingo Faustino Sarmiento. Interesante contraste con el Libertador. Mientras este argumenta lo imperioso de un poder férreo que cumpla la misión de disciplinar a una sociedad ya sin tutela colonial pero inconvenientemente díscola, el sanjuanino construye su reflexión perturbado por el enfermizo dominio de quien en nombre del orden ejercita la más espuria de las tiranías. No es casual entonces que al momento de comparar, pondere el recato y el desprendimiento sanmartiniano frente a cierta propensión a la vanagloria que cree advertir en el otro participante de la trascendente entrevista de Guayaquil.
Ahora bien, ese poder (que en el Rio de la Plata porta el obvio nombre de Juan Manuel de Rosas) inquieta tanto por sus manifestaciones autoritarias como por su densidad cultural. La eficacia y durabilidad de su funcionamiento no puede atribuirse sólo al mero sofocamiento represivo, ya que es palpable para toda la Generación del 37 que una inyección de cariño popular brinda sólido sustento al régimen. Sarmiento escribe entonces "Facundo" en la convicción de que sin una más aguda comprensión de los orígenes de ese vínculo representativo no habrá forma de encarrilar al país en el sendero modernizante que se vislumbró el 25 de mayo y luego quedó imperdonablemente estancado.
Esa requerida gimnasia interpretativa arroja dos componentes básicos de este estado que comienza a recibir el canónico calificativo de "barbarie". Por un lado la arraigada herencia hispánica, que combinando intolerancia religiosa, feudalismo económico, indolencia productiva y despotismo político indispone a la minusválida conciencia criolla para participar en cualquier experiencia republicana. Y por el otro, lo que aquí más nos interesa, la conformación territorial también deja su aporte para esa misma malformación de las costumbres. Una inmensa llanura escasamente poblada fomenta la distancia disociante, y por lo tanto la aislada supervivencia del que debe afrontar por propia cuenta a la inhóspita geografía. La hostilidad de la naturaleza produce temperamentos aguerridos, feroces, anárquicos, en donde el hábil uso del facón y el buen montar son la principal salvaguarda para el gaucho errante.
Este estilo de vida genera una sociabilidad desviada, que oscila entre la pulpería y la montonera, montonera en la cual toma el mando aquel que hace mejor lo que todos indefectiblemente deben hacer para conservar la vida. Facundo Quiroga (y por sistémica extensión Juan Manuel de Rosas) aseguran su control político enancados en tan anómala cadena de hábitos, que sólo resignarán su preeminencia en el momento en que la pura ruralidad de las costumbres deje paso a la ciudad como vínculo asociativo fundado en la proximidad. Del gobierno de los hombres entonces al gobierno de la ley, que tendrá lugar cuando el gaucho malo devenga en un ciudadano sólo comprometido con las pautas que establezca la demorada rutina constitucional.
Las preocupaciones por desentrañar el fenómeno caudillista nunca se detendrán, solo que bien entrado el siglo XX surgirán esmeros intelectuales claramente orientados a refutar la perspectiva sarmientina. Nos interesa puntualmente una, la que John William Cooke despliega en su texto "Perspectivas de la economía nacional", dado a luz en al año 1947, cuando era un joven y destacado miembro de la bancada de diputados del peronismo gobernante y en todos sus escritos afloraba la voluntad de justipreciar los méritos del movimiento triunfante el 24 de febrero de 1946.
Lo hace desde diversas perspectivas, y una de ellas es la filosofía de la cultura. Filosofía de la cultura que se alimenta de un principio, como ya vimos, clásicamente sarmientino, que luego harán propio pensadores destacados como Ricardo Rojas, Ezequiel Martínez Estrada o Carlos Astrada. Me refiero a la estrecha relación entre morfología territorial y caracterología social, que si en el sanjuanino permitía explicar patologías del comportamiento colectivo a partir de la lejanía anarquizante, en Cooke alienta esperanzadas travesías de la patria.
La llanura mantiene su omnisciente influencia, solo que sus efectos morales son exactamente inversos a los que dictamina el "Facundo". Lo que en Sarmiento es despotismo del gaucho más bravo, en Cooke es libertad que emana de un espacio generoso que facilita el pleno circular de los cuerpos. Lo que en Sarmiento es una jerarquía malsana que se expresa como brutalidad del que manda, en Cooke es sentimiento de igualdad frente al común desafío que sienten todos los hombres ante la tenebrosa naturaleza. Lo que en Sarmiento es individualismo del que se resigna estoicamente ante la muerte violenta, en Cooke es vocación por la amistad frente a semejantes inclemencias del destino.
Giro notable entonces, porque ese desierto antes amenazante es partero ahora de lo que el autor llama "valores inmutables del pueblo argentino" (libertad, igualdad, amistad), promulgando una antropología esencialista de la cual se nutre por aquellos días el naciente movimiento peronista. Y lo fundamental, el caudillo ya no es el teratológico emergente de un cuadro de podredumbre cultural sino un genuino exponente de ese fructífero estado anímico de la nación. De Rosas el monstruo a Perón el prócer de la independencia económica y la justicia social.
Con el paso de los años, vamos viendo sin embargo otro Cooke. El derrocamiento de 1955 le permitirá extraer conclusiones que luego refrendará con contundencia tras la revolución cubana que tanto lo entusiasma. El antimperialismo policlasista encabezado por el General marcó un hito sustancial en el progreso material y espiritual de la clase trabajadora, pero es irrepetible como opción a futuro; vista la traición que en los instantes calientes de la lucha protagonizaron tanto la Iglesia como la burguesía nacional y gran parte de las Fuerzas Armadas. Eso que considera un dato lapidario de la historia empalma con sus crecientes simpatías con el marxismo, lo que lo conduce a pensar que el peronismo solo tendrá un destino trascendente en la medida que abandone sus vaguedades ideológicas y abra un diálogo fraterno con la correntada revolucionaria que mundializan Fidel Castro y Ernesto Guevara.
El largo periplo de su correspondencia con Perón en el exilio puede ser descripto como una pendiente hacia el desengaño final. El Conductor nunca lo refuta abiertamente pero rehúye a las claras su rumbo guevarista, en la certidumbre de que fronteras políticas demasiado rígidas terminan facilitando la tarea de los principales enemigos de la liberación pregonada. Cooke ya abandona el apelativo de caudillo y pasa a considerarlo un mito, en la misma senda por la cual archiva su autonomismo espiritualista en aras de una visión que, aunque heterodoxamente argentina, no deja de otorgar una nítida centralidad a la determinación económica. Perón es un elemento simbólico sin el cual no hay en nuestra tierra revolución socialista posible, pero sus limitaciones doctrinarias le impiden ligar la insurrecta identidad de masas que el contribuyó a forjar con el sentido objetivo de la historia universal.
Cautiva este derrotero, pues un mismo autor fundamenta con pareja lucidez las dos formas básicas de entender al peronismo. Como antropología indeleble de la patria en parte inmune a la constante mutabilidad de sus rostros, o como épica programática que caduca en su misión en la medida que abandona principios de gobierno que le son inherentes. Como linaje ancestral que no admite titubeos ideológicos demasiado pretensiosos o como compromiso con los más sufrientes que rechaza que en su nombre se estatice o se privatice indistintamente. Dilemas que emergen desde lo más profundo de nuestro cuerpo cultural pero que circulan en el incierto presente del país, ahora que algunos en nombre de la unidad del peronismo pretenden volver a mezclar el agua con el aceite.
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