Jue 22.12.2005
rosario

PSICOLOGíA › LAS FIESTAS, LA FAMILIA DE EL Y LA FAMILIA DE ELLA

La reflexión en el brindis

Los conflictos que pueden aparecer entre la "familia de origen" y la "familia de procreación", se potencian en las fiestas. El sentido del duelo y la renovación de la fecha del goce de los niños

› Por Domingo Caratozzolo *

Cada individuo pertenece a una y luego a dos familias elementales; nace en una familia, que podemos llamar "familia de origen" y luego, ya adulto, crea la que podríamos denominar "familia de procreación", la cual no sólo está ligada a la familia de origen del sujeto, sino también a la familia de origen de su pareja.

Los jóvenes tienen una dependencia emocional muy intensa con sus progenitores. El hecho de que la familia urbana vive encerrada en un hábitat por lo general reducido genera un intercambio emocional concentrado en pocas personas. Es así que si una pareja de novios o amantes decide constituir un nuevo hogar, su camino, ya de por sí trabajoso, en la búsqueda de la armonía conyugal, se verá obstaculizado por su fuerte ligamen con la familia de origen, dando lugar a lo que denomino "conflicto de lealtades", entre la familia de origen que se encargó de cuidarlo, alimentarlo, educarlo, mantenerlo, de su desarrollo personal y que le dio un nombre, y la nueva familia que constituye con su pareja.

Esta doble lealtad los divide y conflictúa, constituyendo generalmente la más temprana fuente de desavenencias. Estos desacuerdos pueden extenderse a lo largo de toda la vida de la pareja constituyendo una fuente constante de producción de celos.

Es por esa fidelidad a la familia de origen que en muchas parejas ya se ha instalado la discusión de con quien celebrar estas festividades, lo cual pone de manifiesto el conflicto que tiene el sujeto entre los amores del presente y del ¿pasado? Discusiones y conflictos en muchos casos avivados por las familias de ambos, que tironean sin piedad reclamando lo que creen que es su derecho. Como Tupac﷓Amarú, la pareja se desgarra y sangra anualmente, hasta que las aguas se calman cuando el nuevo año comienza.

La otra situación perturbadora puede ser ejemplificada por los comentarios de un amigo que me decía: "no veo la hora de que pasen las fiestas. Iría a cualquier lugar con tal de no estar aquí. Estos días me enferman. Me gustaría dormirme y despertarme el dos de enero. Recuerdo que cuando era chico esperaba con muchísima ilusión el día de Navidad porque armábamos el arbolito, lo llenábamos de luces y esperábamos con ansiedad los regalos que nos traería el niño Dios. El día de fin de año se reunía toda la familia y jugábamos con mis hermanos y primos. Luego salíamos a la calle a tirar petardos y festejar con los vecinos la llegada del nuevo año. !Y para qué contarte la noche del cinco de enero! Nos despertábamos para espiar la llegada de los Reyes Magos a quienes habíamos dejado, junto a nuestros zapatos, alimentos para ellos y sus camellos. ¡Pensar que ahora no veo el momento de que terminen estas fiestas!

¿Qué es lo que ha pasado para que aquéllas felices fiestas de la infancia se hayan transformado tan radicalmente para quienes se expresan de esta manera? ¿Qué ha convertido esos momentos de alegría en los actuales de malestar? Ocurre que la finalización del año constituye una ocasión (deseada o temida) propicia para el balance. Este balance nos mostrará los objetivos que hemos logrado, los deseos que hemos cumplido y también cuáles no han sido alcanzados. Momento en que, voluntaria o involuntariamente, se hacen presentes aquellas ilusiones que no hemos conseguido concretar.

El caso del niño es diferente, éste tiene abierto ante sí un panorama ilimitado, con todas las posibilidades a su alcance. Sueña con ser artista, corredor de coches, poseedor de inmensas riquezas, científico de nota, deportista destacado, etc. La fama, el prestigio, el poder, la fortuna son posibles en sus sueños. Su mirada hacia el futuro es optimista, el mundo está allí para explorarlo y conquistarlo. El adulto, en cambio, encuentra su camino con límites por lo general cada vez más acotados cuanto más camino ha andado. Si bien unos pocos llegan a realizar parte de esos sueños infantiles, la mayoría debe resignarlos obligados por la realidad.

La vida nos enseña a dejar atrás las ilusiones de la niñez y también nos permite tolerar abandonar ese mundo imaginario cuando nos brinda otras satisfacciones (si bien no tan grandiosas) que de alguna manera compensan esa pérdida. Además de estas renuncias, debemos lamentar el paso de otro año que hemos usado, gastado o despilfarrado, y que es parte del crédito de vida que tenemos y experimentar el dolor por aquéllos que nos dejaron para no más volver, los que no se sentarán en nuestra mesa, los parientes o amigos que no veremos más. Duelo por todas aquellas situaciones que quedaron atrás: la escuela y nuestros compañeros, la infancia, los diversos trabajos que hicimos, los amores que quedaron (realizados o no) en el largo recorrido de la vida, pues un duelo despierta y renueva los anteriores.

Es así que estas fiestas, que representan un motivo de alegría para los niños, a los adultos nos deparan momentos de reflexión, de introspección y de nostalgia por lo perdido. Los síntomas que suelen aparecer en esta época del año: tristeza, ansiedad, cansancio, agotamiento, falta de voluntad para realizar las tareas cotidianas, son el resultado de este proceso interno de duelo. Cuando no forma parte de una patología más grave, estas perturbaciones encuentran su medicina social en el momento en que las campanas nos anuncian el fin del año. La euforia, la excitación, el brindis por el nacimiento de un nuevo año, nos marca el fin de este duelo anual. La alegría movilizada al compás de las campanadas nos permite pensar con optimismo que el año que comienza puede ser favorable a nuestros más íntimos anhelos. ¿Por qué no? !Feliz Año Nuevo!

* Psicoanalista. www.domingocaratozzolo.com.ar

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