OPINIóN › SIETE DíAS EN LA CIUDAD
El intendente Miguel Lifschitz deberá encontrarle la vuelta a la crisis del transporte público, punto crítico de una ciudad que complejiza sus demandas. Si no llegan los prometidos, pero siempre esquivos, incrementos de subsidios nacionales, será imprescindible aumentar el boleto.
› Por Leo Ricciardino
El intendente Miguel Lifschitz termina el año con varias preocupaciones para encarar el 2010, sobre todo si mantiene intactas sus aspiraciones para el 2011 con una candidatura a gobernador de la que ya nadie duda. Y entre esas preocupaciones está la de mantener uno de los servicios esenciales de la administración comunal: el transporte urbano de pasajeros. Si bien las competencias de un intendente se han ampliado en los últimos tiempos, y en una ciudad como ésta la seguridad -por ejemplo ha empezado a tener una fuerte injerencia en la agenda cotidiana; poco se puede hacer por esos temas estructuralmente más complejos si no se pueden atender los de histórica responsabilidad comunal. En Rosario, se sabe, estos servicios vitales pasan por la recolección de residuos y por los ómnibus.
La actual tarifa está arrojando un déficit en el sistema que ya supera el 10 por ciento, con un fuerte impacto en las arcas municipales teniendo en cuenta que ya sólo queda una empresa privada como prestataria. La estatización de las dos terceras partes del servicio en Rosario hace algunos años atrás, comenzaba a marcar una tendencia que se ha ido pronunciando en los últimos tiempos: cada vez menos gente se sube a los colectivos del transporte público que desde hace años se debate entre subir su tarifa al costo real a riesgo de profundizar más aún la pérdida de usuarios; o dejar que siga deteriorándose el sistema que genera -también caída en el corte de boletos.
Los factores de la pérdida de pasajeros son varios, pero fundamentalmente acompañan el ritmo de la actividad productiva. Si aumenta la desocupación, es lógico que bajen los pasajeros. Son trabajadores que dejan de concurrir a sus tareas diarias. Pero también es cierto que la pérdida de eficiencia en la prestación hace que los usuarios que afortundamente conservan sus empleos, busquen otras alternativas para suplir sobre todo la falta de frecuencia y previsibilidad del transporte. Una de esas alternativas se puede detectar claramente en la multiplicación de las motos de baja cilindrada en el parque de vehículos de la ciudad. Es un fenómeno claramente detectable en las horas pico y fruto de un negocio que no pasa tanto por la venta de las unidades, sino por al amplia financiación y las ganancias que ésta deja.
Un conocedor del transporte público de muchos años hacía la cuenta recientemente: Un persona que viaje cuatro veces al día cubre en el mes más o menos el monto de la cuota de una moto económica. Salvo los días de intensa lluvia y frío, no hay más desventajas que contar a la hora de comparar entre el vehículo de dos ruedas y el portentoso colectivo.
Pero para hacer honor a la verdad, el transporte público es caro en el mundo entero, donde está subsidiado también como aquí. El problema del país es que las asimetrías con Buenos Aires hacen que estos subsidios lleguen escasos y en muchas ocasiones tarde. Ahí tiene Lifschitz el compromiso de un incremento de subsidios pero ya lo ha escuchado tantas veces que no se lo ve al hombre tan optimista. Si no llega ese incremento, tendrá que venir el aumento. Y se vuelve a la encerrona de que el encarecimiento del servicio termine por volver a recortar usuarios con la consiguiente pérdida para todo el sistema, pero de lo contrario el peligro es para la subsistencia misma del servicio que ya ha utilizado su último recurso: Esto es, el Estado municipal metido de lleno en su administración y explotación ante la falta de empresas privadas interesadas en la prestación. Después del Estado, ya no queda nada ni nadie a quien recurrir.
Rosario no pudo desarrollar el servicio que se había pensado 10 años atrás. Aquel famoso modelo de Curitiba, con grandes coches articulados y unidades de excelencia que hicieran que muchos propietarios de automóviles dejaran los coches en los garages para subirse al transporte público. Eso no sucedió, la crisis económica, la debacle de 2001 después, no sólo postergó esas aspiraciones sino que las sepultó. Se tiene el servicio que se pudo alcanzar y es deficitario, lamentablemente. No es el peor si se lo compara con el que se presta en otras grandes ciudades argentinas, pero eso no es consuelo. Se lo intentó relanzar a través de la empresa estatal Semtur, pero la verdad es que se estaba en presencia del último recurso y ahora no queda otra cosa que esperar por la ayuda nacional que llega en cuentagotas o poner el precio real a un sistema que en muchos recorridos puede garantizar muy poco. Es una ciudad grande, larga y ancha, con muchas zonas poco rentables. Pero ante semejante panorama lo único que no puede hacerse es dejar de pensar en un servicio que la recorra en toda su extensión y de manera eficiente. Lo contrario sería sentarse a esperar un triste final para el viejo colectivo.
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