OPINIóN › A 30 AÑOS DEL GOLPE
› Por Adrián Abonizio
Mi tío radical decía de la Señora "ya va a caer, esta bailarina copera". Unos amigos mayores, maoístas y trasnochados establecían que su derrumbe iba a agudizar las contradicciones y facilitar la revolución en ciernes. Los comunistas apostaban a los militares democráticos. Los peronistas, como mi papá, movían la cabeza en un gesto de extremaución frente a un enfermo terminal. Yo añoraba, con el desconocimiento inconciente del que cree que la lucha de clases es una historieta del D'Artagnan, la pelea en los montes, mientras escuchaba a Frank Zappa y a Nino Bravo. Ellos, los "buenos" habrían de ganar y los harían por todos nosotros. Algo sabía pero esperaba; olfateaba y en el fondo, temblaba como una hoja. Cuando llegó el 24 ya era tarde para todo y para algunos, demasiado temprano, pues esto "iba a durar apenas un otoño". Seguí mi vida, fui al colegio, tocaba la guitarra y en alguna agrupación inofensiva fueron levantados algunos pibes de mi edad, lo que me obligó a irme de mi casa, de la ciudad y de haber sido posible del mundo. Pero sinceramente, la noche del 23 de marzo me sorprendió llegando del colegio nocturno, sentándome a comer la cena fría mientras oía el disco Artaud de Spinetta en el winco. La lucecita roja del aparato, que temblaba esa noche inusualmente, titilando como desesperada, pudo haber sido una advertencia pero no capté la dimensión del mensaje, como todos, como casi todos y así nos fue.
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