Dom 26.03.2006
rosario

OPINIóN

Itinerario de una voz

› Por Marta Bertolino*

Más acá del discurso, más acá del verso y del poema, mucho antes del texto que perfile un testimonio descarnado de las sombras. Antes de cualquier análisis de las instituciones en juego. Más acá del discurso o de la frase, y aun de la palabra. Detenerme en la voz, considerar ese puro caudal sonoro hecho de aliento o soplo, de aire arrojado contra cuerdas vivientes, vibrantes en cada emisión. ¿Vibrantes con cada emoción? Detenerme en la voz. La pura voz humana articulada. Con un registro agudo o grave. Con un timbre reconocible y cierto, propio de cada hombre o mujer, como su rostro, sus huellas dactilares, su nombre.

Desaparecer los nombres, desaparecer los cuerpos, desaparecer los sueños.

Detenerme en la voz. Decirles que esta voz supo gritar en medio de la noche, ser hasta menos que voz, brutal desgarramiento del alma en la garganta. Bajo la sórdida tortura que en los cuerpos persigue los resortes desactivadores de sueños. Los puntos mágicos que en el mísero humano abren la puerta del derrumbe.

La máquina del horror se ha puesto en marcha. Secuestro, tortura, desaparición son sus maquiavélicos engranajes. La escena temida se despliega, increíblemente idéntica al relato que hiciera llegar un informante.

Detenerme en la voz. Voz que acorralada debió retroceder, debió callar, encogerse de miedo y de dolor. Replegarse adelgazando su cuerpito de voz presa de pánico, refugiada contra las paredes de un mutismo abisal. Desolación muda que alborotado cronómetro fragmenta. Como si del corazón, de su estentóreo latir, naciera la medida posible de ese tiempo abominable.

La máquina del horror se ha puesto en marcha. Quiebre y delación quieren ser el producto final de una cadena de oprobios y heridas lacerantes. Detenerme en la voz. Voz que incitada a la traición se cobijara en los repentinos recovecos que el desamparo urde en las entrañas. Recinto o morada de las convicciones más profundas. Laberinto insondable de donde ninguna invocación ni prepotencia podrían arrancarle una palabra. Y sin embargo ellos acechan, al borde de la boca que no nombra, porque saben que la mujer allí tendida, detrás de la capucha está mirando sus sueños.

La furia del verdugo exige vidas, el sadismo anima su gesta, la Doctrina de la Seguridad Nacional lo documenta y ampara.

Detenerme en la voz. Decirles que esta voz anduvo entre muchas otras voces, en una suerte de jovial polifonía. Voces de hombres y mujeres, más o menos agudas, más o menos graves, con sus colores, con sus timbres particulares, reconocibles y ciertos. Voces entrañables a las cuales, o a muchas de las cuales, ninguna madurez dará sosiego ni habrá vejez que apague. Porque fueron segadas para siempre. Y siempre quiere decir eso: que no pueden contar lo que vivieron, ni decirnos lo que piensan ni lo que estarían sintiendo aquí, entre nosotros. Ni nada, nada. Voces que hoy brillan como astros sonoros en un cielo que la memoria se empeña en improvisar a cada rato. Basta concentrarse en el ruido de unos pasos, o en la penumbra de una sala, o en alguna mesa junto a la ventana de esos cafés que todavía perfuman la ciudad –aunque sean definitivamente otros que los que entonces había- para oír la carcajada contagiosa de la negra Adriana, el hablar entre tímido y risueño de Tito, las bromas tiernas de Pardal. Voces que se entrecruzan en la memoria, que brillan como astros sonoros, relucientes. Sólo la voz del compañero se sustrae. La voz del hombre amado que se ha deformado para siempre en un grito interminable y ha quedado doblemente sepultada, muda. Todavía oigo su grito ensordecedor, al pie de la tortura, al pie de la carne lacerada, de su desnudez sin rostro. Y la escena coagulada del suplicio borra cualquier evocación. a máquina de desaparecer avanza, avanza, avanza.

Quien haya estado horas, o días, o meses, o años, sabiendo, temiendo, viendo, oyendo, imaginando a un ser querido dislocado bajo el peso del espanto, torturado hasta la locura, privado del reposo de la muerte. Quien haya experimentado la desesperación de no saber, el pánico de saber, la cruel encrucijada de desear que cese por fin ese tormento, de ser preciso al precio de la muerte. Quien haya tenido que desear la muerte del ser amado, tendrá sin duda en su voz esa marca indisimulable que en las voces dice del dolor que las ha quebrado en sollozos, disgregado en consonantes vacías, roto los sustantivos, pervertido la prosodia y la sintaxis.

Hay tres niveles de tortura –ha dicho el Comandante, diagnosticando un saludable estado de la ideología (que exige jerarquizar el trato) y un avanzado estado de gravidez que augura muerte segura.

Habrá que negociar –ha dicho el Comandante, ajustando los costos de la legalidad ofrecida.

El nivel que le resta no podrá soportarlo.

La voz calla la bronca y el dolor, el desprecio profundo hacia el Comandante Feced y su tranquila exposición de la lógica del espanto que comanda. La voz calla y con su silencio defiende, más que la vida, el sentido de la vida, ese hilo inaprensible subtendido entre huesos y suspiros. Por eso repudiará en silencio las ofertas que pudieran librarla de la muerte. ¿Cómo podría, por ejemplo, esta misma voz, articular una conferencia televisiva exaltando las bondades de los dictadores y llamando a los jóvenes a abandonar toda inútil resistencia al gobierno de los militares? Aunque eso significara un pasaporte inmediato al extranjero (tal como, en efecto, le han ofrecido), ¿qué alma y qué voz sobrevivirían a ese estrepitoso derrumbe? La voz calla, y con su silencio defiende, más que la vida, el sentido de la vida. Esa fina hebra, esa hebra sutil que une los pedazos.

El médico de la tortura dice: paren! Se reanuda la sesión. El médico de la tortura dice: paren! Se reanuda la sesión. El médico de la tortura dice: paren! Se reanuda la sesión. El médico de la tortura dice: ¡Paren que se muere!!!

Detenerme en la voz, que ahora conversa a cara descubierta con alguien cuya voz ha escuchado durante días y noches, entre ruidos metálicos y descargas, sin asociarla a un rostro o a una imagen. Y ahora, tras la furia de una golpiza, es esa misma voz declarando su “nazionalismo” y su decisión imprescriptible de dar muerte a quien, del otro lado y descontando la veracidad de sus manifiestos propósitos, dice algo acerca del país que quiere. Que no es el país que quiere el Ciego, el país que amasan las patotas asesinas, hecho de terrores y desmembramientos. En esa conversación el Ciego lo dice sin ambages: es preciso destruir el movimiento popular para fundar sobre sus ruinas un país “nazionalista” con una economía sustentable. Y su voz queda en la memoria asociada a ese rostro que años más tarde habrá que reconocer entre varios otros.

Hay que vaciar las entrañas de las madres. Son subversivas, ellas deben seguir siendo interrogadas. El bebé irá a una casa cuna.

Detenerme en la voz. Decirles que esta voz que ustedes oyen desplegarse en cadencia sonora y que una calma profunda modula y apacigua, esta voz, aquel septiembre de 1976, se volvió aullido interminable e insensato, grito descontrolado que atravesó los muros de la Maternidad Martin, destrozando equitativamente los tímpanos de médicos, enfermeros, mucamas, policías y pacientes, y estuvo a punto de descerrajar las esposas que amarraban los miembros a la cama y el candado que clausuraba la ventana del cuarto a oscuras. Desoladora voz de bestia herida, tironeada, como Tupac Amaru, por el dilema insoportable de dar a luz a una criatura que ingresaría, sin amparo posible, en el mundo torturante de las sombras. Vagido o estertor, alumbramiento que la desaparición convierte en trágica condena, en noche helada y tenebrosa de la que no hay retorno. Habrá una voz materna arrullando en silencio a una bebé recién nacida, en una tristísima despedida que se reanuda cada vez, cada vez, bajo la sombra acechante de cada traslado; (“traslado” supo ser, por esos días, uno de los tantos nombres de la muerte). Y el imprevisible destino que les toca, y que ellas desconocen: destino de presiones y amenazas, de largo cautiverio, de separaciones dolorosas. Y de quedar con vida. Extrañamente. Extrañamente.

Detenerme en la voz, arrinconada y sola. Su itinerario de silencios y congojas, su azaroso destino de voz sobreviviente. Voz que se vale de algunos pocos signos, de una lengua que comparte con otros; con ustedes, que son otros expectantes, otros ávidos de memoria, interrogadores del pasado.

Detenerme en la voz. Más acá del discurso, más acá del verso, del poema, del testimonio, del ensayo. Detenerme en el relieve misterioso de la voz, en sus giros melismáticos. Ser por un momento una pura voz que busca desplegarse sin ropajes. Una voz sin más que se desnuda y promueve algún contacto, en el ritual de amor que entre los seres reanuda la palabra.

* Psicóloga y docente de la UNR. Durante la dictadura militar estuvo desaparecida en la ex Jefatura y luego detenida en la Unidad Penitencianar Nº 5 y en Villa Devoto.

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